‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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jueves, 18 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 23


23



    Un re­loj. Ca­si pu­edo oír a las ma­ne­cil­las ha­ci­en­do tic­tac en la es­fe­ra de do­ce sec­ci­ones de la are­na. Ca­da ho­ra em­pi­eza un nu­evo hor­ror, una nu­eva ar­ma de los Vi­gi­lan­tes, y ter­mi­na el an­te­ri­or. Ra­yos, llu­via de san­g­re, ni­eb­la, mo­no­se­sas son las pri­me­ras cu­at­ro ho­ras del re­loj. Y a las di­ez, la ola. No sé lo que pa­sa en las ot­ras si­ete, pe­ro sé que Wi­ress ti­ene ra­zón.
    De mo­men­to, la llu­via de san­g­re es­tá ca­yen­do y es­ta­mos en la pla­ya por de­ba­jo del seg­men­to de los mo­nos, de­ma­si­ado cer­ca de la ni­eb­la pa­ra mi gus­to. ¿Se qu­edan los di­ver­sos ata­qu­es den­t­ro de los con­fi­nes de la sel­va? No ne­ce­sa­ri­amen­te. La ola no lo hi­zo. Si esa ni­eb­la sa­le de la sel­va, o si vu­el­ven los mo­nos…
    Levantaos. Or­de­no, sa­cu­di­en­do a Pe­eta y a Fin­nick y a Johan­na pa­ra que se des­pi­er­ten. Le­van­ta­os, te­ne­mos que mo­ver­nos. Sin em­bar­go, hay ti­em­po su­fi­ci­en­te pa­ra ex­p­li­car­les la te­oría del re­loj. Sob­re los tic­tacs de Wi­ress y có­mo los mo­vi­mi­en­tos de las ma­ne­cil­las in­vi­sib­les pul­san el ga­til­lo de una fu­er­za mor­tal en ca­da sec­ci­ón.
    Creo que he con­ven­ci­do a to­dos los que es­tán con­s­ci­en­tes ex­cep­to a Johan­na, que se opo­ne na­tu­ral­men­te a que le gus­te na­da que yo pro­pon­ga. Pe­ro in­c­lu­so el­la es­tá de acu­er­do en que más va­le pre­ve­nir que la­men­tar.
    Mientras los ot­ros re­co­gen nu­es­t­ras es­ca­sas po­se­si­ones y vu­el­ven a me­ter a Be­etee en su mo­no, des­pi­er­to a Wi­ress. El­la se des­pi­er­ta con un "¡Tic, tac!" car­ga­do de pá­ni­co.
    Sí, tic, tac, la are­na es un re­loj. Es un re­loj, Wi­ress, te­ní­as ra­zón. Di­go. Te­ní­as ra­zón.
    EL ali­vio inun­da su ex­p­re­si­ón­su­pon­go que es por­que al­gu­i­en ha en­ten­di­do por fin lo que el­la ha sa­bi­do pro­bab­le­men­te des­de las pri­me­ras cam­pa­na­das.
    Medianoche.
    Empieza a me­di­anoc­he. Con­fir­mo.
    Un re­cu­er­do luc­ha por re­sur­gir a la su­per­fi­cie de mi ce­reb­ro. Veo un re­loj. No, es un re­loj de bol­sil­lo, des­can­san­do sob­re la pal­ma de Plu­tarch He­aven­s­bee. "Empi­eza a me­di­anoc­he," ha­bía dic­ho Plu­tarch. Y des­pu­és mi sin­sa­jo apa­re­ció bre­ve­men­te y se des­va­ne­ció. En ret­ros­pec­ti­va, es co­mo si me es­tu­vi­era dan­do una pis­ta sob­re la are­na. Pe­ro ¿por qué iba a ha­cer­lo? En el mo­men­to, yo no era más un tri­bu­to en es­tos Ju­egos de lo que lo era él. Tal vez pen­sa­ra que me ayu­da­ría co­mo men­to­ra. O tal vez es­te ha­bía si­do el plan des­de el prin­ci­pio.
    Wiress asi­en­te en di­rec­ci­ón a la llu­via de san­g­re.
    Una y me­dia. Di­ce.


    Exactamente. Una y me­dia. Y a las dos, una ter­rib­le ni­eb­la ve­ne­no­sa em­pi­eza al­lí.
    Digo, se­ña­lan­do a la sel­va cer­ca­na. Así que aho­ra te­ne­mos que ir a un lu­gar se­gu­ro.
    Sonríe y se le­van­ta obe­di­en­te­men­te. ¿Ti­enes sed? Le pa­so el cu­en­co en­t­re­te­j­ido y el­la be­be al­re­de­dor de una cu­ar­ta par­te. Fin­nick le da el úl­ti­mo tro­zo de pan y el­la lo de­vo­ra a gran­des mor­dis­cos. Con la in­ca­pa­ci­dad pa­ra co­mu­ni­car­se su­pe­ra­da, es fun­ci­onal de nu­evo.
    Reviso mis ar­mas. Ato el spi­le y el tu­bo de me­di­ci­na en el pa­ra­ca­ídas y los en­gan­c­ho a mi cin­tu­rón con la vi­ña.
    Beetee aún es­tá bas­tan­te fu­era de ju­ego, pe­ro cu­an­do Pe­eta in­ten­ta le­van­tar­lo, obj­eta.
    Cable. Di­ce. (NdT: tal y co­mo es­c­ri­bí ha­ce ti­em­po, wi­re sig­ni­fi­ca cab­le) Es­tá jus­to aquí. Le di­ce Pe­eta. Wi­ress es­tá bi­en. El­la tam­bi­én vi­ene.
    Pero Be­etee aún pro­tes­ta.
    Cable. In­sis­te.
    Oh, sé a lo que se re­fi­ere. Di­ce Johan­na con im­pa­ci­en­cia. Cru­za la pla­ya y re­co­ge el ci­lin­d­ro que sa­ca­mos de su cin­tu­rón cu­an­do lo ba­ñá­ba­mos. Es­tá cu­bi­er­to en una gru­esa ca­pa de san­g­re co­agu­la­da. Es­ta co­sa es­tú­pi­da. Es al­gún ti­po de cab­le o al­go. Así es co­mo con­si­gu­ió que le cor­ta­ran. Cor­ri­en­do a la Cor­nu­co­pia pa­ra co­ger es­to. No sé qué ti­po de ar­ma se su­po­ne que es. Su­pon­go que pod­rí­as sa­car un pe­da­zo y usar­lo co­mo gar­ro­te o al­go. Pe­ro de ver­dad, ¿te pu­edes ima­gi­nar a Be­etee agar­ro­tan­do a na­die?
    Ganó sus Ju­egos con cab­le. Co­lo­can­do una tram­pa eléc­t­ri­ca. Di­ce Pe­eta. Es la me­j­or ar­ma que pod­ría te­ner.
    Hay al­go ex­t­ra­ño en có­mo Johan­na no re­la­ci­onó es­to. Al­go que no pa­re­ce del to­do ci­er­to.
    Sospechoso.
    Parecía que lo ha­bí­as ave­ri­gu­ado. Di­go yo. Ya que lo apo­das­te Volts y eso.
    Los oj­os de Johan­na se es­t­rec­han an­te mí pe­lig­ro­sa­men­te.
    Sí, eso fue muy es­tú­pi­do por mi par­te, ¿ver­dad? Di­ce. Su­pon­go que de­bí de dis­t­ra­er­me mi­en­t­ras man­te­nía a tus ami­gu­itos con vi­da. Mi­en­t­ras tú es­ta­bas… ¿có­mo era? ¿Con­si­gu­i­en­do ma­tar a Mags?
    Mis de­dos se ap­ri­etan sob­re la em­pu­ña­du­ra del cuc­hil­lo en mi cin­tu­rón.
    Adelante. In­tén­ta­lo. No me im­por­ta si es­tás pre­ña­da. Te re­ba­na­ré la gar­gan­ta. Di­ce Johan­na.
    Sé que no pu­edo ma­tar­la jus­to aho­ra. Pe­ro só­lo es cu­es­ti­ón de ti­em­po con Johan­na y con­mi­go. An­tes de que una de las dos ter­mi­ne con la ot­ra.
    Tal vez de­be­rí­amos te­ner to­dos cu­ida­do por dón­de pi­sa­mos. Di­ce Fin­nick, lan­zán­do­me una mi­ra­da sig­ni­fi­ca­ti­va. To­ma el rol­lo y lo de­ja sob­re el pec­ho de Be­etee. Aquí es­tá tu cab­le, Volts. Vi­gi­la don­de lo en­c­hu­fas.
    Peeta re­co­ge a Be­etee, que aho­ra no opo­ne re­sis­ten­cia. ¿Adón­de?
    Me gus­ta­ría ir a la Cor­nu­co­pia a mi­rar. Só­lo pa­ra ase­gu­rar­nos de que te­ne­mos ra­zón con el re­loj. Di­ce Fin­nick. Pa­re­ce tan bu­en plan co­mo cu­al­qu­i­er ot­ro. Ade­más, no me im­por­ta­ría te­ner la opor­tu­ni­dad de po­der re­vi­sar ot­ra vez las ar­mas. Y aho­ra so­mos se­is. In­c­lu­so si no cu­en­tas a Wi­ress y Be­etee, te­ne­mos cu­at­ro bu­enos luc­ha­do­res. Es tan di­fe­ren­te de don­de es­ta­ba el año pa­sa­do en es­te pun­to, ha­ci­én­do­lo to­do yo so­la. Sí, es­tá ge­ni­al te­ner ali­ados mi­en­t­ras ig­no­res la idea de que ten­d­rás que ma­tar­los.
    Beetee y Wi­ress pro­bab­le­men­te en­con­t­ra­rán la for­ma de mo­rir el­los so­los. Si te­ne­mos que hu­ir de al­go, ¿has­ta dón­de lle­ga­rí­an el­los? A Johan­na, fran­ca­men­te, pod­ría ma­tar­la con fa­ci­li­dad cu­an­do lle­ga­ra el mo­men­to de pro­te­ger a Pe­eta. O tal vez in­c­lu­so só­lo pa­ra ha­cer que se cal­le. Lo que ne­ce­si­to de ver­dad es que al­gu­i­en ter­mi­ne con Fin­nick por mí, ya que no creo po­der ha­cer­lo per­so­nal­men­te. No des­pu­és de to­do lo que ha hec­ho por Pe­eta. Pi­en­so en me­ter­lo en al­gún ti­po de en­cu­en­t­ro con los Pro­fe­si­ona­les. Es frío, lo sé. Pe­ro ¿cu­áles son mis op­ci­ones? Aho­ra que sa­be­mos lo del re­loj, pro­bab­le­men­te no mo­ri­rá en la sel­va, así que al­gu­i­en ten­d­rá que ma­tar­lo en una ba­tal­la.
    Porque es­to es al­go muy re­pe­len­te en lo que pen­sar, mi men­te tra­ta fre­né­ti­ca­men­te de cam­bi­ar de te­ma. Pe­ro lo úni­co que me dis­t­rae de mi si­tu­aci­ón pre­sen­te es fan­ta­se­ar sob­re ma­tar al Pre­si­den­te Snow. Su­pon­go que no son unos su­eños muy bo­ni­tos pa­ra una chi­ca de di­eci­si­ete años, pe­ro son muy sa­tis­fac­to­ri­os.
    Caminamos por la ban­da de are­na más cer­ca­na, ap­ro­xi­mán­do­nos a la Cor­nu­co­pia con cu­ida­do, por si aca­so los Pro­fe­si­ona­les es­tán es­con­di­dos al­lí. Du­do que lo es­tén, por­que he­mos es­ta­do en la pla­ya du­ran­te ho­ras y no ha ha­bi­do se­ña­les de vi­da. El área es­tá aban­do­na­da, tal y co­mo es­pe­ra­ba. Só­lo el gran cu­er­no do­ra­do y la pi­la me­dio va­cía de ar­mas si­gu­en al­lí.
    Cuando Pe­eta de­ja a Be­etee sob­re la es­ca­sa are­na que pro­por­ci­ona la Cor­nu­co­pia, es­te lla­ma a Wi­ress. El­la se agac­ha a su la­do y él po­ne el rol­lo de cab­le en sus ma­nos.
    Límpialo, ¿sí? Le pi­de.
    Wiress asi­en­te y cor­re­tea ha­cia la oril­la, don­de me­te el rol­lo en el agua. Em­pi­eza a can­tar en voz ba­ja una can­ci­on­cil­la di­ver­ti­da, sob­re un ra­tón cor­ri­en­do por un re­loj. De­be de ser pa­ra ni­ños, pe­ro pa­re­ce aleg­rar­la.
    Oh, la can­ci­ón ot­ra vez no. Di­ce Johan­na, po­ni­en­do los oj­os en blan­co. Eso si­gu­ió ho­ras y ho­ras anoc­he an­tes de que em­pe­za­ra con el tic­tac.
    De re­pen­te Wi­ress se yer­gue muy de­rec­ha y se­ña­la a la sel­va.
    Dos. Di­ce.
    Sigo su de­do ha­cia don­de la pa­red de ni­eb­la aca­ba de em­pe­zar a ex­ten­der­se ha­cia la pla­ya.
    Sí, mi­rad. Wi­ress ti­ene ra­zón. Son las dos en pun­to y ha em­pe­za­do la ni­eb­la.
    Como un tra­ba­jo de re­lo­j­ería. Di­ce Pe­eta. Fu­is­te muy lis­ta por ave­ri­gu­ar eso, Wi­ress.
    Wiress son­ríe y vu­el­ve a can­tar y a re­mo­j­ar el rol­lo.
    Oh, es más que lis­ta. Di­ce Be­etee. Es in­tu­iti­va. To­dos nos gi­ra­mos ha­cia Be­etee, que pa­re­ce es­tar vol­vi­en­do a la vi­da. Pu­ede sen­tir co­sas an­tes que na­die más. Co­mo un ca­na­rio en una de vu­es­t­ras mi­nas de car­bón. ¿Qué es eso? Me pre­gun­ta Fin­nick.
    Es un pá­j­aro que lle­va­mos aba­jo a las mi­nas pa­ra avi­sar­nos de si hay mal aire. Di­go. ¿Qué ha­ce, mo­rir? Pre­gun­ta Johan­na.
    Primero de­ja de can­tar. Es en­ton­ces cu­an­do de­be­rí­as sa­lir. Pe­ro si el aire es muy ma­lo, se mu­ere, sí. Y tú tam­bi­én. No qu­i­ero hab­lar de pá­j­aros can­to­res mu­ri­én­do­se. Tra­en re­cu­er­dos de la mu­er­te de mi pad­re y de la mu­er­te de Rue y de la mu­er­te de May­si­lee Don­ner y de mi mad­re he­re­dan­do su pá­j­aro can­tor. Oh, ge­ni­al, y aho­ra es­toy pen­san­do en Ga­le, al­lá en la pro­fun­di­dad de esa hor­rib­le mi­na, con la ame­na­za del Pre­si­den­te Snow pen­di­en­do sob­re su ca­be­za. Tan fá­cil ha­cer­lo pa­re­cer un ac­ci­den­te al­lí aba­jo. Un ca­na­rio si­len­ci­oso, una chis­pa, y na­da más.
    Vuelvo a ima­gi­nar ma­tar al pre­si­den­te.
    A pe­sar de su mo­les­tia por Wi­ress, Johan­na es­tá tan con­ten­ta co­mo la he vis­to nun­ca en la are­na. Mi­en­t­ras yo es­toy am­p­li­an­do mi al­ma­cén de flec­has, el­la hur­ga por ahí has­ta que sa­le con un par de hac­has de as­pec­to le­tal. Pa­re­ce una elec­ci­ón ex­t­ra­ña has­ta que la veo lan­zar una con tal fu­er­za que se cla­va en el oro su­ave de la Cor­nu­co­pia. Por su­pu­es­to. Johan­na Ma­son.
    Distrito 7. Ma­de­ra. Me apu­es­to a que ha es­ta­do lan­zan­do hac­has por ahí des­de que ap­ren­dió a ga­te­ar. Es co­mo Fin­nick con su tri­den­te. O Be­etee con su cab­le. Rue con su co­no­ci­mi­en­to de las plan­tas. Me doy cu­en­ta de que no es más que ot­ra des­ven­ta­ja a la que se han en­f­ren­ta­do los tri­bu­tos del Dis­t­ri­to 12 a lo lar­go de los años. No ba­j­amos a las mi­nas has­ta cum­p­lir los di­eci­oc­ho. Pa­re­ce que la ma­yo­ría de los ot­ros tri­bu­tos ap­ren­den al­go de su in­dus­t­ria más pron­to. Hay co­sas que ha­ces en una mi­na que pod­rí­an ser úti­les en los Ju­egos. Blan­dir un pi­co.
    Explotar co­sas. Dar­te una po­si­bi­li­dad. Igu­al que hi­zo mi ca­za. Pe­ro las ap­ren­de­mos de­ma­si­ado tar­de.
    Mientras yo es­ta­ba hur­gan­do en las ar­mas, Pe­eta ha es­ta­do agac­ha­do en el su­elo, di­bu­j­an­do al­go con la pun­ta de su cuc­hil­lo en una ho­ja gran­de y su­ave que tra­jo de la sel­va.
    Miro por en­ci­ma de su hom­b­ro y veo que es­tá cre­an­do un ma­pa de la are­na. En el cen­t­ro es­tá la Cor­nu­co­pia en su cír­cu­lo de are­na con las do­ce ban­das sa­li­en­do de el­la. Pa­re­ce una tar­ta cor­ta­da en do­ce cu­ñas igu­ales. Hay ot­ro cír­cu­lo rep­re­sen­tan­do la lí­nea del agua y uno un po­co más gran­de in­di­can­do el lí­mi­te de la pla­ya.
    Mira có­mo es­tá po­si­ci­ona­da la Cor­nu­co­pia. Me di­ce.
    Examino la Cor­nu­co­pia y veo a qué se re­fi­ere.
    La co­la apun­ta a las do­ce en pun­to. Di­go.
    Exacto, así que es­ta es la par­te al­ta de nu­es­t­ro re­loj. Di­ce, y ras­ca rá­pi­da­men­te los nú­me­ros del uno al do­ce al­re­de­dor de la es­fe­ra del re­loj. De las do­ce a la una es­tá la zo­na de los ra­yos. Es­c­ri­be ra­yos con let­ra pe­qu­eña en la cu­ña cor­res­pon­di­en­te, des­pu­és si­gue en sen­ti­do de las agu­j­as del re­loj aña­di­en­do san­g­re, ni­eb­la y mo­nos en las sec­ci­ones si­gu­i­en­tes.
    Y de di­ez a on­ce es la ola. Di­go. La aña­de. En es­te pun­to se nos unen Fin­nick y Johan­na, ar­ma­dos has­ta los di­en­tes con tri­den­tes, hac­has y cuc­hil­los. ¿No­tas­te­is al­go inu­su­al en las ot­ras? Les pre­gun­to a Johan­na y a Be­etee, ya que tal vez ha­yan vis­to al­go que no­sot­ros no. Pe­ro to­do lo que han vis­to es un mon­tón de san­g­re.
    Supongo que pod­rí­an con­te­ner cu­al­qu­i­er co­sa.
    Voy a mar­car esas don­de sa­be­mos que el ar­ma de los Vi­gi­lan­tes nos per­si­gue más al­lá de la sel­va, pa­ra man­te­ner­nos ale­j­ados de esas. Di­ce Pe­eta, di­bu­j­an­do lí­ne­as en di­ago­nal en las pla­yas de la ni­eb­la y la ola. Des­pu­és se ec­ha at­rás. Bu­eno, es muc­ho más de lo que sa­bí­amos por la ma­ña­na, en cu­al­qu­i­er ca­so.
    Todos asen­ti­mos, y es en­ton­ces cu­an­do lo per­ci­bo. El si­len­cio. Nu­es­t­ro ca­na­rio ha de­j­ado de can­tar.
    No es­pe­ro. Car­go una flec­ha y cu­an­do me doy la vu­el­ta veo de re­o­jo a un Gloss chor­re­an­te de­j­an­do ca­er al su­elo a Wi­ress, su gar­gan­ta cer­ce­na­da en una bril­lan­te son­ri­sa ro­ja. La pun­ta de mi flec­ha de­sa­pa­re­ce en su si­en de­rec­ha, y en el in­s­tan­te que me lle­va re­car­gar, Johan­na ha en­ter­ra­do la ho­ja de un hac­ha en el pec­ho de Cas­h­me­re. Fin­nick apar­ta una lan­za que Bru­tus le lan­za a Pe­eta y re­ci­be el cuc­hil­lo de Eno­ba­ria en el mus­lo. Si no es­tu­vi­era la Cor­nu­co­pia pa­ra cub­rir­se det­rás, es­ta­rí­an mu­er­tos, los dos tri­bu­tos del Dis­t­ri­to 2. Sal­go des­pe­di­da en pos de el­los. ¡Bo­om! ¡Bo­om! ¡Bo­om! El ca­ñón con­fir­ma que no hay for­ma de ayu­dar a Wi­ress, que no hay ne­ce­si­dad de re­ma­tar a Gloss ni a Cas­h­me­re. Mis ali­ados y yo es­ta­mos ro­de­an­do el cu­er­no, em­pe­zan­do a dar­les ca­za a Bru­tus y Eno­ba­ria, que es­tán cor­ri­en­do por una ban­da de are­na ha­cia la sel­va.
    De re­pen­te el su­elo da un sal­to de­ba­jo de mis pi­es y ca­igo de la­do sob­re la are­na. El cír­cu­lo de ti­er­ra que con­ti­ene la Cor­nu­co­pia em­pi­eza a gi­rar rá­pi­do, muy rá­pi­do, y pu­edo ver pa­sar la sel­va en un bor­rón. Si­en­to la fu­er­za cen­t­rí­fu­ga lle­var­me ha­cia el agua y en­ti­er­ro mis ma­nos y pi­es en la are­na, in­ten­tan­do en­con­t­rar al­go de fir­me­za en el su­elo ines­tab­le. En­t­re la are­na vo­la­do­ra y el ma­reo, ten­go que cer­rar con fu­er­za los oj­os. Li­te­ral­men­te no hay na­da que pu­eda ha­cer sal­vo su­j­etar­me has­ta que, sin de­ce­le­ra­ci­ón nin­gu­na, pa­ra­mos de re­pen­te.
    Tosiendo y con el es­tó­ma­go re­vu­el­to, me si­en­to len­ta­men­te pa­ra des­cub­rir que mis com­pa­ñe­ros es­tán en la mis­ma con­di­ci­ón. Fin­nick, Johan­na y Pe­eta se han su­j­eta­do. Los tres ca­dá­ve­res han si­do ar­ro­j­ados al agua sa­la­da.
    Toda la co­sa, des­de ec­har en fal­ta la can­ci­ón de Wi­ress has­ta aho­ra, no pu­ede ha­ber pa­sa­do en más de un mi­nu­to o dos. Nos qu­eda­mos al­lí sen­ta­dos jade­an­do, apar­tán­do­nos la are­na de la bo­ca. ¿Dón­de es­tá Volts? Di­ce Johan­na. Es­ta­mos en pie. Un cír­cu­lo tam­ba­le­an­te al­re­de­dor de la Cor­nu­co­pia con­fir­ma que ya no es­tá. Fin­nick lo ve a unos ve­in­te met­ros en el agua, ape­nas log­ran­do man­te­ner­se a flo­te, y na­da pa­ra tra­er­lo de vu­el­ta.
    Es en­ton­ces cu­an­do re­cu­er­do el cab­le y lo im­por­tan­te que era pa­ra él. Mi­ro a mi al­re­de­dor fre­né­ti­ca­men­te. ¿Dón­de es­tá? ¿Dón­de es­tá? Y en­ton­ces lo veo, aún afer­ra­do en las ma­nos de Wi­ress, muy le­j­os en el agua. Mi es­tó­ma­go da un vu­el­co an­te lo que ten­go que ha­cer aho­ra.
    Cubridme. Les di­go a los ot­ros. Lan­zo a un la­do mis ar­mas y cor­ro ha­cia el bra­zo de are­na más cer­ca de su cu­er­po. Sin ami­no­rar el pa­so, me lan­zo al agua y voy ha­cia el­la. Por el ra­bil­lo del ojo, pu­edo ver el aero­des­li­za­dor apa­re­ci­en­do sob­re no­sot­ros, la gar­ra em­pe­zan­do a des­cen­der pa­ra lle­vár­se­la. Pe­ro no me de­ten­go. Só­lo si­go na­dan­do tan rá­pi­do co­mo pu­edo y aca­bo cho­can­do con­t­ra su cu­er­po. Sal­go a la su­per­fi­cie jade­an­do, in­ten­tan­do evi­tar tra­gar el agua en­san­g­ren­ta­da que sa­le de la he­ri­da abi­er­ta de su cu­el­lo. Es­tá flo­tan­do sob­re la es­pal­da, sos­te­ni­da por su cin­tu­rón y por la mu­er­te, mi­ran­do al im­p­la­cab­le sol. Mi­en­t­ras me man­ten­go sob­re el agua, ten­go que luc­har pa­ra sa­car el rol­lo de cab­le de sus de­dos, por­que su agar­re fi­nal sob­re él es muy fu­er­te. No hay na­da que pu­eda ha­cer sal­vo cer­rar­le los pár­pa­dos, su­sur­rar adi­ós, y ale­j­ar­me a na­do. Pa­ra cu­an­do de­jo el rol­lo en la are­na y sal­go del agua, su cu­er­po ya no es­tá. Pe­ro to­da­vía pu­edo no­tar el sa­bor de su san­g­re mez­c­la­da con el agua de mar.
    Voy de reg­re­so a la Cor­nu­co­pia. Fin­nick ha tra­ído a Be­etee de vu­el­ta con vi­da, aun­que to­do em­pa­pa­do, y es­tá sen­ta­do y to­si­en­do agua. Tu­vo el sen­ti­do co­mún de afer­rar­se a sus ga­fas, así que por lo me­nos pu­ede ver. Co­lo­co el rol­lo de cab­le sob­re su re­ga­zo. Es­tá re­lu­ci­en­te, no qu­eda na­da de san­g­re. De­sen­re­da un tro­zo de cab­le y la des­li­za en­t­re sus de­dos. Por pri­me­ra vez lo veo, y no es co­mo nin­gún cab­le que co­noz­ca. De co­lor oro pá­li­do y del gro­sor de un ca­bel­lo. Me pre­gun­to có­mo es de lar­go. De­be de ha­ber ki­ló­met­ros de la co­sa pa­ra lle­nar el gran car­re­te. Pe­ro no pre­gun­to, por­que sé que es­tá pen­san­do en Wi­ress.
    Miro a los ros­t­ros sob­ri­os de los de­más. Aho­ra Fin­nick, Be­etee y Johan­na han per­di­do los tres a sus com­pa­ñe­ros de dis­t­ri­to. Voy ha­cia Pe­eta y lo ro­deo con los bra­zos, y du­ran­te un ra­to es­ta­mos to­dos en si­len­cio.
    Salgamos de es­ta is­la apes­to­sa. Di­ce Johan­na al fin. Aho­ra só­lo es­tá la cu­es­ti­ón de nu­es­t­ras ar­mas, que por lo ge­ne­ral he­mos re­te­ni­do. Afor­tu­na­da­men­te las vi­ñas aquí son fu­er­tes y tan­to el spi­le co­mo el tu­bo de me­di­ci­na en­vu­el­to en el pa­ra­ca­ídas to­da­vía es­tán uni­dos con se­gu­ri­dad a mi cin­tu­rón. Fin­nick se sa­ca la ca­mi­se­ta in­te­ri­or y la ata al­re­de­dor de la he­ri­da que el cuc­hil­lo de Eno­ba­ria hi­zo en su mus­lo; no es pro­fun­do. Be­etee cree que aho­ra pu­ede an­dar, si va­mos len­ta­men­te, así que lo ayu­do a le­van­tar­se. De­ci­di­mos ir a la pla­ya de las do­ce en pun­to. Eso de­be­ría pro­por­ci­onar ho­ras de cal­ma y man­te­ner­nos ale­j­ados de cu­al­qu­i­er re­si­duo ve­ne­no­so. Y en­ton­ces Pe­eta, Johan­na y Fin­nick sa­len los tres en tres di­rec­ci­ones dis­tin­tas.
    Doce en pun­to, ¿ver­dad? Di­ce Pe­eta. La co­la apun­ta a las do­ce.
    Antes de que nos di­eran vu­el­tas. Di­ce Fin­nick. Yo es­ta­ba juz­gan­do por el sol.
    El sol só­lo te di­ce que son al­re­de­dor de las cu­at­ro, Fin­nick. Di­go yo.
    Deben de ser des­pu­és de las cu­at­ro, si la ni­eb­la ha pa­ra­do. Apun­ta Johan­na.
    A no ser que la cor­ta­ran cu­an­do nos di­eron vu­el­tas. Di­ce Be­etee. Creo que sé lo que Kat­niss qu­i­ere de­cir, sa­ber la ho­ra no qu­i­ere de­cir que se­pas ne­ce­sa­ri­amen­te dón­de es­tán las cu­at­ro en el re­loj. Tal vez ten­gas una idea ge­ne­ral de la di­rec­ci­ón. A no ser que con­si­de­res que qu­izás ha­yan cam­bi­ado tam­bi­én el cír­cu­lo ex­ter­no de la sel­va.
    No, lo que Kat­niss qu­ería de­cir era muc­ho más bá­si­co. Be­etee ha ar­ti­cu­la­do una te­oría muc­ho más al­lá de mi co­men­ta­rio sob­re el sol. Pe­ro yo só­lo asi­en­to con la ca­be­za co­mo si esa hu­bi­era si­do mi idea des­de el prin­ci­pio.
    Sí, así que cu­al­qu­i­era de es­tos ca­mi­nos pod­ría lle­var­nos a las do­ce en pun­to. Di­go.
    Giramos al­re­de­dor de la Cor­nu­co­pia, es­c­ru­di­ñan­do la sel­va. Ti­ene una uni­for­mi­dad sor­p­ren­den­te. Re­cu­er­do el ár­bol al­to que re­ci­bió el pri­mer ra­yo a las do­ce en pun­to, pe­ro ca­da sec­tor ti­ene un ár­bol si­mi­lar. Johan­na pi­en­sa en se­gu­ir las hu­el­las de Eno­ba­ria y Bru­tus, pe­ro o bi­en han si­do bor­ra­das por el vi­en­to o por el agua.
    Nunca de­bí ha­ber men­ci­ona­do el re­loj. Di­go amar­ga­men­te. Aho­ra tam­bi­én han qu­ita­do esa ven­ta­ja.
    Sólo tem­po­ral­men­te. Di­ce Be­etee. A las di­ez, ve­re­mos la ola de nu­evo y es­ta­re­mos de nu­evo al tan­to.
    Sí, no pu­eden re­di­se­ñar to­da la are­na. Di­ce Pe­eta.
    No im­por­ta. Di­ce Johan­na con im­pa­ci­en­cia. Te­ní­as que de­cír­nos­lo o nun­ca hab­rí­amos mo­vi­do el cam­pa­men­to en pri­mer lu­gar, des­ce­reb­ra­da. Iró­ni­ca­men­te, su res­pu­es­ta ló­gi­ca, si bi­en deg­ra­dan­te, es la úni­ca que me re­con­for­ta. Sí, te­nía que de­cír­se­lo pa­ra que se mo­vi­eran. Va­mos, ne­ce­si­to agua. ¿Algu­i­en ti­ene un bu­en in­s­tin­to?
    Elegimos al azar un ca­mi­no y lo to­ma­mos, sin te­ner ni idea del nú­me­ro al que nos di­ri­gi­mos.
    Cuando lle­ga­mos a la sel­va, mi­ra­mos den­t­ro, in­ten­tan­do des­cif­rar qué es lo que pu­ede es­tar es­pe­ran­do en el in­te­ri­or.
    Bueno, de­be de ser la ho­ra de los mo­nos. Y no veo nin­gu­no aquí. Di­ce Pe­eta. Voy a in­ten­tar ab­rir un gri­fo en un ár­bol.
    No, es mi tur­no. Di­ce Fin­nick.
    Por lo me­nos te cub­ri­ré. Di­ce Pe­eta.
    Katniss pu­ede ha­cer­lo. Di­ce Johan­na. Ne­ce­si­ta­mos que ha­gas ot­ro ma­pa. El ot­ro se lo lle­vó el agua. Ar­ran­ca una ho­ja gran­de de un ár­bol y se la en­t­re­ga.
    Durante un mo­men­to, sos­pec­ho que es­tán in­ten­tan­do di­vi­dir­nos y ma­tar­nos. Pe­ro no ti­ene sen­ti­do. Yo ten­d­ré ven­ta­ja sob­re Fin­nick si él es­tá li­di­an­do con el ár­bol y Pe­eta es muc­ho más gran­de que Johan­na. Así que si­go a Fin­nick unos qu­in­ce met­ros sel­va aden­t­ro, don­de él en­cu­en­t­ra un bu­en ár­bol y em­pi­eza a apu­ña­lar­lo pa­ra ha­cer un agu­j­ero con su cuc­hil­lo.
    Mientras es­toy ahí de pie, con las ar­mas lis­tas, no pu­edo des­ha­cer­me de la sen­sa­ci­ón ex­t­ra­ña de que es­tá pa­san­do al­go y que ti­ene que ver con Pe­eta. Ret­ro­ce­do por nu­es­t­ros pa­sos, des­de el mo­men­to en que so­nó el gong, bus­can­do la fu­er­te de mi in­co­mo­di­dad. Fin­nick sa­can­do a Pe­eta de su pla­ta­for­ma me­tá­li­ca. Fin­nick re­su­ci­tan­do a Pe­eta des­pu­és de que el cam­po de fu­er­za pa­ra­ra su co­ra­zón. Mags cor­ri­en­do ha­cia la ni­eb­la pa­ra que Fin­nick pu­di­era lle­var a Pe­eta. La mor­p­h­ling lan­zán­do­se de­lan­te de él pa­ra blo­qu­e­ar el ata­que del mo­no. La luc­ha con los Pro­fe­si­ona­les fue muy rá­pi­da, pe­ro ¿no im­pi­dió Fin­nick que la lan­za de Bru­tus gol­pe­ara a Pe­eta in­c­lu­so aun­que eso sig­ni­fi­ca­ra re­ci­bir el cuc­hil­lo de Eno­ba­ria en su pi­er­na? E in­c­lu­so aho­ra Johan­na lo ti­ene di­bu­j­an­do un ma­pa en una ho­ja en vez de es­tar po­ni­én­do­se en pe­lig­ro en la sel­va…
    No hay cu­es­ti­ón sob­re el­lo. Por ra­zo­nes que no pu­edo al­can­zar a com­p­ren­der, al­gu­nos de los ot­ros ven­ce­do­res es­tán in­ten­tan­do man­te­ner­lo con vi­da, in­c­lu­so aun­que eso su­pon­ga sac­ri­fi­car­se a sí mis­mos.
    Estoy ano­na­da­da. Por una par­te, ese es mi tra­ba­jo. Por ot­ra par­te, eso no ti­ene sen­ti­do.
    Sólo uno de no­sot­ros pu­ede sa­lir de aquí. Así que ¿por qué han ele­gi­do pro­te­ger a Pe­eta? ¿Qué ha po­di­do de­cir­les Hay­mitch, con qué ha co­mer­ci­ado pa­ra ha­cer que pon­gan la vi­da de Pe­eta por en­ci­ma de las su­yas pro­pi­as?
    Sé mis pro­pi­as ra­zo­nes pa­ra man­te­ner vi­vo a Pe­eta. Es mi ami­go, y es­ta es mi for­ma de de­sa­fi­ar al Ca­pi­to­lio, pa­ra mi­nar sus ter­rib­les Ju­egos. Pe­ro si no tu­vi­era la­zos de ver­dad con él, ¿qué me ha­ría qu­erer sal­var­lo, ele­gir­lo a él por en­ci­ma de mí mis­ma? Ci­er­ta­men­te es va­li­en­te, pe­ro to­dos he­mos si­do lo su­fi­ci­en­te­men­te va­li­en­tes pa­ra ga­nar los Ju­egos. Es­tá esa cu­ali­dad por el bi­en que es di­fí­cil pa­sar por al­to, pe­ro aún así… y des­pu­és pi­en­so en el­lo, en lo que Pe­eta pu­ede ha­cer muc­ho me­j­or que el res­to de no­sot­ros. Pu­ede usar las pa­lab­ras. Ob­li­te­ró a to­dos los de­más en am­bas en­t­re­vis­tas. Y tal vez es por esa bon­dad sub­ya­cen­te por la que pu­ede mo­ver a una mul­ti­tud­no, a un pa­ísa su la­do con el gi­ro de una so­la fra­se.
    Recuerdo pen­sar que ese era el don que el lí­der de nu­es­t­ra re­vo­lu­ci­ón ten­d­ría que te­ner. ¿Ha con­ven­ci­do Hay­mitch de es­to a los de­más? ¿Que la len­gua de Pe­eta ten­d­ría muc­ho más po­der con­t­ra el Ca­pi­to­lio que nin­gu­na fu­er­za fí­si­ca que el res­to de no­sot­ros pu­di­era cla­mar?
    No lo sé. To­da­vía pa­re­ce un gran sal­to pa­ra al­gu­nos de los tri­bu­tos. Qu­i­ero de­cir, es­ta­mos hab­lan­do de Johan­na Ma­son. Pe­ro ¿qué ot­ra ex­p­li­ca­ci­ón pod­ría ha­ber pa­ra sus de­ci­di­dos es­fu­er­zos por man­te­ner­lo con vi­da?
    Katniss, ¿ti­enes ese spi­le? Pre­gun­ta Fin­nick, de­vol­vi­én­do­me a la re­ali­dad. Cor­to la vi­ña que ata el spi­le a mi cin­tu­rón y le pa­so el tu­bo me­tá­li­co.
    Es en­ton­ces cu­an­do oigo el gri­to. Tan lle­no de mi­edo y do­lor que me hi­ela la san­g­re. Y tan fa­mi­li­ar. De­jo ca­er el spi­le, me ol­vi­do de dón­de es­toy o qué es lo que hay de­lan­te, só­lo sé que ten­go que al­can­zar­la, pro­te­ger­la. Cor­ro sal­va­j­emen­te en di­rec­ci­ón a la voz, sin im­por­tar­me el pe­lig­ro, cor­ri­en­do a tra­vés de vi­ñas y ra­mas, a tra­vés de cu­al­qu­i­er co­sa que me im­pi­da lle­gar a el­la.
    Llagar a mi her­ma­na pe­qu­eña.

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