‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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jueves, 18 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 22


22



    Peeta de­ja ca­er el car­caj y en­ti­er­ra el cuc­hil­lo en la es­pal­da del mo­no, apu­ña­lán­do­lo una y ot­ra y ot­ra vez has­ta que af­lo­ja la man­dí­bu­la. Apar­ta el mu­to de una pa­ta­da, pre­pa­rán­do­se pa­ra más. Yo aho­ra ten­go sus flec­has, un ar­co car­ga­do, y a Fin­nick a mis es­pal­das, res­pi­ran­do con fu­er­za pe­ro no ac­ti­va­men­te ocu­pa­do. ¡Ve­nid, en­ton­ces! ¡Ve­nid! Gri­ta Pe­eta, jade­an­do de fu­ria. Pe­ro al­go les ha pa­sa­do a los mo­nos. Es­tán re­ti­rán­do­se, su­bi­én­do­se a los ár­bo­les, des­va­ne­ci­én­do­se en la sel­va, co­mo si los lla­ma­ra al­gu­na voz no oída. Las vo­ces de los Vi­gi­lan­tes, di­ci­én­do­les que es­to es su­fi­ci­en­te.
    Cógela. Le di­go a Pe­eta. No­sot­ros te cub­ri­mos.
    Peeta le­van­ta con cu­ida­do a la mor­p­h­ling y la lle­va los úl­ti­mos po­cos met­ros has­ta la pla­ya mi­en­t­ras Fin­nick y yo man­te­ne­mos nu­es­t­ras ar­mas pre­pa­ra­das. Pe­ro sal­vo por las car­ca­sas na­ra­nj­as en el su­elo, los mo­nos se han ido. Pe­eta de­ja a la mor­p­h­ling en la are­na. Yo cor­to el ma­te­ri­al sob­re su pec­ho, re­ve­lan­do las cu­at­ro pro­fun­das in­ci­si­ones pun­zan­tes. La san­g­re sa­le de el­las len­ta­men­te, ha­ci­én­do­las pa­re­cer muc­ho me­nos le­ta­les de lo que son. El da­ño de ver­dad es­tá den­t­ro. Por la po­si­ci­ón de las aber­tu­ras, es­toy se­gu­ra de que la bes­tia rom­pió al­go vi­tal, un pul­món, tal vez in­c­lu­so el co­ra­zón.
    Está tum­ba­da sob­re la are­na, jade­an­do co­mo un pez fu­era del agua. Pi­el flá­ci­da, en­fer­mi­za­men­te ver­de, sus cos­til­las son tan pro­mi­nen­tes co­mo las de un ni­ño mu­er­to por des­nut­ri­ci­ón. Cla­ro que el­la po­día per­mi­tir­se la co­mi­da, pe­ro se ec­hó al mor­p­h­ling igu­al que Hay­mitch se ec­hó a la be­bi­da, su­pon­go. To­do en el­la hab­la de des­per­di­ci­osu cu­er­po, su vi­da, la mi­ra­da va­can­te en sus oj­os. Sos­ten­go una de sus ma­nos tem­b­lo­ro­sas, no sa­bi­en­do si se mu­eve por el ve­ne­no que afec­tó a nu­es­t­ros ner­vi­os, el shock del ata­que, o el sín­d­ro­me de ab­s­ti­nen­cia por la dro­ga que era su sus­ten­to. No hay na­da que po­da­mos ha­cer. Na­da sal­vo qu­edar­nos con el­la mi­en­t­ras mu­ere.
    Yo vi­gi­la­ré los ár­bo­les. Di­ce Fin­nick an­tes de mar­c­har­se. A mí tam­bi­én me gus­ta­ría mar­c­har­me, pe­ro el­la afer­ra mi ma­no con tan­ta fu­er­za que ten­d­ría que de­sa­sir sus de­dos uno a uno, y no ten­go la fu­er­za ne­ce­sa­ria pa­ra esa cla­se de cru­el­dad. Pi­en­so en Rue, có­mo tal vez pod­ría can­tar una can­ci­ón o al­go. Pe­ro ni si­qu­i­era sé el nom­b­re de la mor­p­h­ling, muc­ho me­nos si le gus­tan las can­ci­ones. Só­lo sé que se es­tá mu­ri­en­do.
    Peeta se agac­ha a su ot­ro la­do y le aca­ri­cia el pe­lo. Cu­an­do em­pi­eza a hab­lar en voz su­ave, ca­si no pa­re­ce te­ner sen­ti­do, pe­ro las pa­lab­ras no van di­ri­gi­das a mí.
    En ca­sa, con mi ma­le­tín de pin­tu­ras, pu­edo ha­cer to­dos los co­lo­res ima­gi­nab­les. Ro­sa.
    Tan pá­li­do co­mo la pi­el de un be­bé. O tan pro­fun­do co­mo el ru­ibar­bo. Ver­de co­mo la hi­er­ba en pri­ma­ve­ra. Azul que res­p­lan­de­ce co­mo el hi­elo sob­re el agua.



    La mor­p­h­ling mi­ra a Pe­eta a los oj­os, afer­rán­do­se a sus pa­lab­ras.
    Una vez, me pa­sé tres dí­as mez­c­lan­do pin­tu­ra has­ta que en­con­t­ré el to­no ade­cu­ado de la luz del sol sob­re pe­la­je blan­co. Ve­rás, no de­j­aba de pen­sar que era ama­ril­lo, pe­ro era muc­ho más que eso. Ca­pas de to­do ti­po de co­lo­res. Una por una. Di­ce Pe­eta.
    La res­pi­ra­ci­ón de mor­p­h­ling se es­tá ha­ci­en­do más y más su­per­fi­ci­al. Su ma­no lib­re cha­po­tea en la san­g­re de su pec­ho, ha­ci­en­do esos cír­cu­los pe­qu­eños con los que tan­to le gus­ta­ba pin­tar.
    Aún no he con­se­gu­ido un ar­co iris. Vi­enen tan rá­pi­do y se van tan pron­to. Nun­ca he te­ni­do ti­em­po su­fi­ci­en­te pa­ra cap­tu­rar­los. Só­lo un po­co de azul por aquí o mo­ra­do por al­lá. Y des­pu­és se des­va­ne­cen de nu­evo. De vu­el­ta al aire. Di­ce Pe­eta.
    La mor­p­h­ling pa­re­ce fas­ci­na­da por las pa­lab­ras de Pe­eta. Ca­uti­va­da. Le­van­ta una ma­no tem­b­lo­ro­sa y pin­ta lo que creo que tal vez sea una flor en la me­j­il­la de Pe­eta.
    Gracias. Su­sur­ra él. Es pre­ci­oso.
    Durante un in­s­tan­te, el ros­t­ro de la mor­p­h­ling se ilu­mi­na con una am­p­lia son­ri­sa y ha­ce un pe­qu­eño so­ni­do chil­lón. Des­pu­és su ma­no mo­j­ada en san­g­re cae de nu­evo sob­re su pec­ho, su­el­ta un úl­ti­mo sop­lo de aire, y su­ena el ca­ñón. El agar­re sob­re mi ma­no se af­lo­ja.
    Peeta la lle­va en bra­zos has­ta el agua. Reg­re­sa y se si­en­ta a mi la­do. La mor­p­h­ling flo­ta ha­cia la Cor­nu­co­pia du­ran­te un ra­to, des­pu­és apa­re­ce el aero­des­li­za­dor y ba­ja una gar­ra con cu­at­ro pa­tas, la cub­re, la lle­va ha­cia el ci­elo noc­tur­no, y se va.
    Finnick se nos une, su pu­ño lle­no de mis flec­has to­da­vía hú­me­das de san­g­re de mo­no. Las de­ja ca­er a mi la­do en la are­na.
    Pensé que las qu­er­rí­as.
    Gracias. Di­go. Ca­mi­no ha­cia el agua y lim­pio la san­g­re, de mis ar­mas, de mis he­ri­das.
    Para cu­an­do reg­re­so a la sel­va a re­co­ger al­go de mus­go con el que se­car­las, to­dos los cu­er­pos de los mo­nos se han des­va­ne­ci­do. ¿A dón­de han ido? Pre­gun­to.
    No lo sa­be­mos exac­ta­men­te. Las vi­ñas se mo­vi­eron y des­pu­és se ha­bí­an ido. Di­ce Fin­nick.
    Nos qu­eda­mos mi­ran­do a la sel­va, en­tu­me­ci­dos y ex­ha­us­tos. En la tran­qu­ili­dad, me doy cu­en­ta de que sob­re los pun­tos don­de las go­ti­tas de ni­eb­la to­ca­ron mi pi­el se han for­ma­do cos­t­ras. Han de­j­ado de do­ler y em­pe­za­do a pi­car. In­ten­to pen­sar en es­to co­mo en una bu­ena se­ñal. De que es­tán cu­ran­do. Mi­ro a Pe­eta, a Fin­nick, y veo que los dos se es­tán ras­can­do sus ca­ras da­ña­das. Sí, in­c­lu­so la bel­le­za de Fin­nick se ha es­t­ro­pe­ado es­ta noc­he.
    No os ras­qu­é­is. Di­go, de­se­an­do de­ses­pe­ra­da­men­te ras­car­me yo tam­bi­én. Pe­ro sé que es lo que acon­se­j­aría mi mad­re. Só­lo tra­eré­is in­fec­ci­ón. ¿Cre­é­is que es se­gu­ro in­ten­tar­lo ot­ra vez con el agua?
    Nos ab­ri­mos ca­mi­no has­ta el ár­bol que Pe­eta ha­bía es­ta­do per­fo­ran­do. Fin­nick y yo nos qu­eda­mos con las ar­mas lis­tas mi­en­t­ras él me­te el spi­le, pe­ro no apa­re­ce nin­gu­na ame­na­za.
    Saciamos nu­es­t­ra sed, de­j­amos que el agua ti­bia cor­ra por el pi­cor de nu­es­t­ros cu­er­pos.
    Llenamos un pu­ña­do de con­c­has con agua po­tab­le y vol­ve­mos a la pla­ya.
    Aún es de noc­he, aun­que no pu­eden fal­tar muc­has ho­ras pa­ra el ama­ne­cer. A no ser que los Vi­gi­lan­tes lo qu­i­eran así. ¿Por qué no des­can­sá­is un po­co vo­sot­ros dos? Di­go. Yo mon­ta­ré gu­ar­dia un ra­to.
    No, Kat­niss, pre­fe­ri­ría ha­cer­lo yo. Di­ce Fin­nick. Lo mi­ro a los oj­os, veo su ca­ra, y me doy cu­en­ta de que ape­nas con­si­gue con­te­ner las lág­ri­mas. Mags. Lo me­nos que pu­edo ha­cer es dar­le pri­va­ci­dad pa­ra que llo­re su mu­er­te.
    Está bi­en, Fin­nick, gra­ci­as. Di­go. Me acu­es­to en la are­na con Pe­eta, que se du­er­me al in­s­tan­te. Yo me qu­edo mi­ran­do a la noc­he, pen­san­do en qué di­fe­ren­cia su­po­ne un día. Có­mo ayer por la ma­ña­na, Fin­nick es­ta­ba en mi lis­ta pa­ra ma­tar, y aho­ra es­toy dis­pu­es­ta a dor­mir con él co­mo mi gu­ar­da. Sal­vó a Pe­eta y de­jó mo­rir a Mags y no sé por qué. Só­lo que nun­ca pod­ré equ­ilib­rar la ba­lan­za en­t­re no­sot­ros. To­do lo que pu­edo ha­cer de mo­men­to es ir­me a dor­mir y de­j­ar que él llo­re en paz. Y así ha­go.
    Es me­dia ma­ña­na cu­an­do vu­el­vo a ab­rir los oj­os. Pe­eta aún es­tá dor­mi­do a mi la­do. Sob­re no­sot­ros, una es­te­ra de hi­er­ba sus­pen­di­da sob­re ra­mas pro­te­ge nu­es­t­ras ca­ras de la luz del sol. Me si­en­to y veo que las ma­nos de Fin­nick no han si­do pe­re­zo­sas. Dos cu­en­cos en­t­re­te­j­idos es­tán lle­nos de agua fres­ca. Un ter­ce­ro con­ti­ene un ba­ti­bur­ril­lo de ma­ris­cos.
    Finnick es­tá sen­ta­do en la are­na, ab­ri­én­do­los con una pi­ed­ra.
    Están me­j­or fres­cos. Di­ce, ar­ran­can­do un pe­da­zo de car­ne ro­sa de la con­c­ha y me­ti­én­do­se­lo en la bo­ca. Sus oj­os to­da­vía es­tán hin­c­ha­dos pe­ro fi­njo no dar­me cu­en­ta.
    Mi es­tó­ma­go em­pi­eza a gru­ñir an­te el olor de co­mi­da y co­jo uno. La vi­si­ón de mis uñas, lle­nas de san­g­re, me de­ti­ene. Me he es­ta­do ras­can­do mi­en­t­ras dor­mía.
    Ya sa­bes, si te ras­cas tra­erás in­fec­ci­ón. Di­ce Fin­nick.
    Eso es lo que he oído. Di­go. Voy al agua sa­la­da y me lim­pio la san­g­re, in­ten­tan­do de­ci­dir qué es lo que odio más, el do­lor o el pi­cor. Cu­an­do es­toy lle­na, voy ot­ra vez a la pla­ya a pi­so­to­nes, le­van­to la ca­be­za, y es­pe­to Eh, Hay­mitch, si no es­tás de­ma­si­ado bor­rac­ho, no nos ven­d­ría na­da mal al­go pa­ra la pi­el.
    Es ca­si gra­ci­oso lo rá­pi­do que apa­re­ce el pa­ra­ca­ídas sob­re mí. Al­zo la ma­no y el tu­bo ater­ri­za de lle­no en mi ma­no abi­er­ta.
    Ya iba si­en­do ho­ra. Di­go, pe­ro no pu­edo se­gu­ir frun­ci­en­do el ce­ño. Hay­mitch. Lo que no da­ría yo por cin­co mi­nu­tos de con­ver­sa­ci­ón con él.
    Me de­jo ca­er sob­re la are­na jun­to a Fin­nick y de­sen­ros­có la ta­pa del tu­bo. Den­t­ro hay un un­gü­en­to es­pe­so y os­cu­ro con un olor pun­gen­te, una com­bi­na­ci­ón de al­qu­it­rán y agu­j­as de pi­no. Ar­ru­go la na­riz cu­an­do es­t­ru­jo un pe­go­te de la me­di­ci­na sob­re mi pal­ma y em­pi­ezo a ma­sa­j­e­ar­la sob­re mi pi­er­na. Un so­ni­do de pla­cer se es­ca­pa de mi bo­ca cu­an­do la co­sa er­ra­di­ca el pi­cor. Tam­bi­én ti­ñe mi pi­el lle­na de cos­t­ras de un hor­ren­do gris ver­do­so. Mi­en­t­ras em­pi­ezo con la ot­ra pi­er­na le lan­zo el tu­bo a Fin­nick, que me mi­ra du­bi­ta­ti­vo.
    Es co­mo si te es­tu­vi­eras des­com­po­ni­en­do. Di­ce Fin­nick. Pe­ro su­pon­go que ga­na el pi­cor, por­que des­pu­és de un mi­nu­to Fin­nick tam­bi­én em­pi­eza a tra­tar su pro­pia pi­el. Es ver­dad, la vi­si­ón de la com­bi­na­ci­ón de las cos­t­ras y el un­gü­en­to es es­pan­to­sa. No pu­edo evi­tar re­go­ci­j­ar­me en su an­gus­tia.
    Pobre Fin­nick. ¿Es es­ta la pri­me­ra vez en tu vi­da que no es­tás gu­apo? Di­go.
    Debe de ser. La sen­sa­ci­ón es com­p­le­ta­men­te nu­eva. ¿Có­mo te las has ar­reg­la­do to­dos es­tos años?
    Tú só­lo evi­ta los es­pe­j­os. Te ol­vi­da­rás.
    No si si­go mi­rán­do­te a ti.
    Nos em­ba­dur­na­mos de pi­es a ca­be­za, in­c­lu­so tur­nán­do­nos pa­ra fro­tar el un­gü­en­to en la es­pal­da del ot­ro al­lí don­de las ca­mi­se­tas in­te­ri­ores no pro­te­gen nu­es­t­ra pi­el.
    Voy a des­per­tar a Pe­eta. Di­go.
    No, es­pe­ra. Di­ce Fin­nick. Ha­gá­mos­lo jun­tos. Pon­ga­mos la ca­ra jus­to de­lan­te de la su­ya.
    Bueno, qu­edan tan po­cas opor­tu­ni­da­des de di­ver­si­ón en mi vi­da, que ac­ce­do. Nos po­si­ci­ona­mos uno a ca­da la­do de Pe­eta, nos in­c­li­na­mos ha­cia de­lan­te has­ta que nu­es­t­ras ca­ras es­tán a cen­tí­met­ros de su na­riz, y le da­mos una li­ge­ra sa­cu­di­da.
    Peeta. Pe­eta, des­pi­er­ta. Di­go con una su­ave voz can­ta­ri­na.
    Sus pár­pa­dos se le­van­tan y des­pu­és da un sal­to co­mo si lo hu­bi­éra­mos apu­ña­la­do. ¡Ah!
    Finnick y yo ca­emos en la are­na, mu­ri­én­do­nos de ri­sa. Ca­da vez que in­ten­ta­mos pa­rar, mi­ra­mos al in­ten­to de Pe­eta por man­te­ner una ex­p­re­si­ón des­de­ño­sa y vol­ve­mos a em­pe­zar.
    Para cu­an­do nos re­com­po­ne­mos, es­toy pen­san­do que tal vez Fin­nick Oda­ir es­tá bi­en. No tan va­ni­do­so ni tan en­g­re­ído co­mo ha­bía pen­sa­do. No tan ma­lo en ab­so­lu­to, de ver­dad. Y jus­to cu­an­do he lle­ga­do a es­ta con­c­lu­si­ón un pa­ra­ca­ídas ater­ri­za jun­to a no­sot­ros con una ho­ga­za fres­ca de pan. Re­cor­dan­do del año pa­sa­do có­mo los re­ga­los de Hay­mitch ti­enen un men­sa­je, me apun­to una no­ta. Sed ami­gos de Fin­nick. Con­se­gu­iré­is co­mi­da.
    Finnick gi­ra el pan en sus ma­nos, exa­mi­nan­do la cor­te­za. Un po­co po­se­si­va­men­te. No es ne­ce­sa­rio. Ti­ene ese co­lor ver­de de al­gas que si­em­p­re ti­ene el pan del Dis­t­ri­to 4. To­dos sa­be­mos que es su­yo. Tal vez só­lo se es­tá dan­do cu­en­da de qué pre­ci­oso es, y de que tal vez nun­ca vu­el­va a ver ot­ra ho­ga­za. Tal vez al­gún re­cu­er­do de Mags es­tá aso­ci­ado con la cor­te­za.
    Pero to­do lo que di­ce es:
    Esto irá bi­en con el ma­ris­co.
    Mientras yo ayu­do a Pe­eta a cub­rir­se la pi­el con el un­gü­en­to, Fin­nick lim­pia há­bil­men­te la car­ne del ma­ris­co. Nos jun­ta­mos al­re­de­dor y co­me­mos la de­li­ci­osa car­ne dul­ce con el pan sa­la­do del Dis­t­ri­to 4.
    Todos te­ne­mos una apa­ri­en­cia mon­s­t­ru­osa­el un­gü­en­to pa­re­ce es­tar ha­ci­en­do que al­gu­nas de las cos­t­ras se des­p­ren­dan­pe­ro me aleg­ro por la me­di­ci­na. No só­lo por­que pro­por­ci­ona un ali­vio del pi­cor, si­no por­que tam­bi­én sir­ve de pro­tec­ci­ón con­t­ra ese sol blan­co ful­gu­ran­te en el ci­elo ro­sa. Por su po­si­ci­ón, es­ti­mo que de­ben de ser las di­ez en pun­to, que he­mos es­ta­do en la are­na ap­ro­xi­ma­da­men­te un día. On­ce de no­sot­ros es­tán mu­er­tos. Tre­ce vi­vos. En al­gún si­tio en la sel­va, se es­con­den ot­ros di­ez. Tres o cu­at­ro son los Pro­fe­si­ona­les. No me si­en­to por la la­bor de in­ten­tar re­cor­dar qu­i­énes son los ot­ros.
    Para mí, la sel­va ha pa­sa­do rá­pi­da­men­te de ser un lu­gar de pro­tec­ci­ón a una tram­pa si­ni­es­t­ra. Sé que en al­gún mo­men­to nos ve­re­mos ob­li­ga­dos a re­tor­nar a sus pro­fun­di­da­des, ya sea pa­ra ca­zar o pa­ra ser ca­za­dos, pe­ro de mo­men­to ten­go pen­sa­do que nos qu­ede­mos en nu­es­t­ra pe­qu­eña pla­ya. Y no oigo que Pe­eta o Fin­nick su­gi­eran que ha­ga­mos de ot­ro mo­do.
    Durante un ra­to la sel­va pa­re­ce ca­si es­tá­ti­ca, zum­ban­do, vib­ran­do, pe­ro no ha­ci­en­do alar­de de sus pe­lig­ros. Des­pu­és, de la dis­tan­cia, lle­gan gri­tos. En­f­ren­te a no­sot­ros, una cu­ña de la sel­va em­pi­eza a vib­rar. Una in­men­sa ola apa­re­ce en la cum­b­re de la co­li­na, por en­ci­ma de los ár­bo­les y ba­j­an­do es­t­ru­en­do­sa­men­te por la pen­di­en­te. Gol­pea la exis­ten­te agua sa­la­da con se­me­j­an­te fu­er­za que, in­c­lu­so aun­que no­sot­ros es­ta­mos tan le­j­os de el­la co­mo po­de­mos, la es­pu­ma su­be y nos lle­ga has­ta las ro­dil­las, po­ni­en­do a flo­te nu­es­t­ras po­se­si­ones. En­t­re los tres nos las ar­reg­la­mos pa­ra co­ger­lo to­do an­tes de que se lo lle­ve el agua, ex­cep­to nu­es­t­ros mo­nos lle­nos de sus­tan­ci­as qu­ími­cas, que es­tán tan des­t­ro­za­dos que a na­die le im­por­ta si los per­de­mos.
    Suena un ca­ñón. Ve­mos el aero­des­li­za­dor apa­re­cer sob­re el área don­de em­pe­zó la ola y ar­ran­car un cu­er­po de en­t­re los ár­bo­les. Do­ce, pi­en­so.
    El cír­cu­lo de agua se cal­ma len­ta­men­te, ha­bi­en­do ab­sor­bi­do la ola gi­gan­te. Re­co­lo­ca­mos nu­es­t­ras co­sas de nu­evo sob­re la are­na hú­me­da y es­ta­mos a pun­to de asen­tar­nos cu­an­do las veo. Tres fi­gu­ras, a unos dos ra­di­os de dis­tan­cia, an­dan­do a trom­pi­co­nes ha­cia la pla­ya.
    Allí. Di­go en voz ba­ja, asin­ti­en­do en di­rec­ci­ón a los re­ci­én lle­ga­dos. Pe­eta y Fin­nick si­gu­en mi mi­ra­da. Co­mo si por un acu­er­do pre­vio, to­dos vol­ve­mos a de­sa­pa­re­cer en­t­re las som­b­ras de la sel­va.
    El trío es­tá en ma­la for­ma­pu­edes ver­lo al in­s­tan­te. Uno es­tá si­en­do prác­ti­ca­men­te ar­ras­t­ra­do por un se­gun­do, y el ter­ce­ro va­ga en cír­cu­los, co­mo si es­tu­vi­era lo­co. Es­tán cu­bi­er­tos de un in­ten­so co­lor ro­jo, co­mo si hu­bi­eran si­do cu­bi­er­tos de pin­tu­ra y pu­es­tos a se­car. ¿Qu­i­énes son esos? Pre­gun­ta Pe­eta. ¿O qué? ¿Mu­ta­ci­ones?
    Preparo una flec­ha, lis­ta pa­ra un ata­que. Pe­ro to­do lo que pa­sa es que el que es­tá si­en­do ar­ras­t­ra­do se des­p­lo­ma sob­re la pla­ya. El que lo ar­ras­t­ra­ba gol­pea el su­elo con frus­t­ra­ci­ón y, en un apa­ren­te ar­re­ba­to, se da la vu­el­ta y le da una bu­ena sa­cu­di­da al lo­co que da­ba vu­el­tas.
    El ros­t­ro de Fin­nick se ilu­mi­na. ¡Johan­na! Gri­ta, y cor­re ha­cia las co­sas ro­j­as. ¡Fin­nick! Oigo res­pon­der a la voz de Johan­na.
    Intercambio una mi­ra­da con Pe­eta. ¿Aho­ra qué? Pre­gun­to.
    No po­de­mos de­j­ar a Fin­nick. Di­ce.
    Supongo que no. Va­mos, en­ton­ces. Di­go en to­no re­zon­gón, por­que in­c­lu­so si hu­bi­era te­ni­do una lis­ta de ali­ados, Johan­na Ma­son de­fi­ni­ti­va­men­te no hab­ría es­ta­do en el­la. Los dos jun­tos ba­j­amos por la pla­ya has­ta don­de Fin­nick y Johan­na aca­ban de re­en­con­t­rar­se. Cu­an­do nos acer­ca­mos, veo a sus com­pa­ñe­ros, y me lle­no de con­fu­si­ón. Ese es Be­etee sob­re el su­elo bo­car­ri­ba y Wi­ress, que vu­el­ve a es­tar de pie, si­gue dan­do vu­el­tas. Ti­ene a Wi­ress y Be­etee. ¿Nuts y Volts? Di­ce Pe­eta, igu­al­men­te in­t­ri­ga­do. Ten­go que oír ya qué es lo que ha pa­sa­do.
    Cuando los al­can­za­mos, Johan­na es­tá ges­ti­cu­lan­do ha­cia la sel­va y hab­lan­do muy rá­pi­do con Fin­nick.
    Pensamos que era llu­via, ya sa­bes, por los ra­yos, y es­tá­ba­mos to­dos mu­er­tos de sed.
    Pero cu­an­do em­pe­zó a ca­er, re­sul­tó ser san­g­re. San­g­re es­pe­sa y ca­li­en­te. No po­dí­as ver, no po­dí­as hab­lar sin lle­nar­te la bo­ca. No po­dí­amos ha­cer más que an­dar a trom­pi­co­nes por ahí, y fue en­ton­ces cu­an­do Blight gol­peó el cam­po de fu­er­za. (NdT: blight sig­ni­fi­ca pla­ga) Lo si­en­to, Johan­na. Di­ce Fin­nick. Me lle­va un mo­men­to si­tu­ar a Blight. Creo que era el com­pa­ñe­ro de Johan­na del Dis­t­ri­to 7, pe­ro ape­nas si re­cu­er­do ver­lo. Aho­ra que lo pi­en­so, creo que ni si­qu­i­era apa­re­ció por el en­t­re­na­mi­en­to.
    Sí, bu­eno, no era muc­ho, pe­ro era de ca­sa. Di­ce el­la. Y me de­jó so­la con es­tos dos.
    Le da un em­pu­j­on­ci­to a Be­etee, que ape­nas si es­tá con­s­ci­en­te, con el za­pa­to. Él re­ci­bió una cuc­hil­la­da en la es­pal­da en la Cor­nu­co­pia. Y el­la…
    Todos nos vol­ve­mos ha­cia Wi­ress, que es­tá dan­do vu­el­tas, cu­bi­er­ta de san­g­re se­ca, y mur­mu­ran­do:
    Tic, tac. Tic, tac.
    Sí, lo sa­be­mos. Tic, tac. Nuts es­tá en shock. Di­ce Johan­na. Es­to pa­re­ce at­ra­er a Nuts en su di­rec­ci­ón y des­pu­és se ec­ha sob­re Johan­na, que la ti­ra con du­re­za a la are­na. Tú só­lo qu­éda­te aba­jo, ¿sí?
    Déjala en paz. Es­pe­to.
    Johanna me mi­ra con odio con los oj­os con­ver­ti­dos en dos fi­nas ra­nu­ras. ¿Dé­j­ala en paz? Si­sea. Da un pa­so ha­cia de­lan­te an­tes de que yo pu­eda re­ac­ci­onar y me da un bo­fe­tón tal que veo las es­t­rel­las. ¿Qu­i­én te cre­es tú que los sa­có de esa sel­va san­g­ran­te pa­ra ti? Tú… Fin­nick se lan­za su cu­er­po, que no de­ja de re­tor­cer­se, sob­re el hom­b­ro, y la lle­va al agua y la su­mer­ge re­pe­ti­da­men­te mi­en­t­ras el­la me gri­ta un mon­tón de co­sas muy in­sul­tan­tes. Pe­ro no dis­pa­ro. Por­que es­tá con Fin­nick y por lo que di­jo, de co­ger­los pa­ra mí. ¿Qué qu­ería de­cir? ¿Que los co­gió pa­ra mí? Le pre­gun­to a Pe­eta.
    No lo sé. Pe­ro sí que los qu­erí­as ori­gi­nal­men­te. Me re­cu­er­da.
    Sí, los qu­ería. Ori­gi­nal­men­te. Pe­ro eso no res­pon­de na­da. Ba­jo la vis­ta al cu­er­po iner­te de Be­etee. Pe­ro no los ten­d­ré muc­ho ti­em­po a no ser que ha­ga­mos al­go.
    Peeta le­van­ta a Be­etee en bra­zos y yo co­jo a Wi­ress de la ma­no y vol­ve­mos a nu­es­t­ro pe­qu­eño cam­pa­men­to de la pla­ya. Si­en­to a Wi­ress en la oril­la pa­ra que se pu­eda la­var un po­co, pe­ro el­la só­lo ci­er­ra con fu­er­za las ma­nos y de vez en cu­an­do mur­mu­ra "Tic, tac."
    Desabrocho el cin­tu­rón de Be­etee y en­cu­en­t­ro uni­do un pe­sa­do ci­lin­d­ro me­tá­li­co al la­te­ral con una cu­er­da de vi­ñas. No sé lo que es, pe­ro si él pen­sa­ba que va­lía la pe­na sal­var­lo, no se­ré yo qu­i­en lo pi­er­da. Lo lan­zo sob­re la are­na. Las ro­pas de Be­etee es­tán pe­ga­das a él con san­g­re, así que Pe­eta lo sos­ti­ene en el agua mi­en­t­ras yo las af­lo­jo. Lle­va un ra­to sa­car el mo­no, y cu­an­do en­con­t­ra­mos su ro­pa in­te­ri­or tam­bi­én es­tá sa­tu­ra­da de san­g­re. No hay más op­ci­ón que des­nu­dar­lo pa­ra lim­pi­ar­lo, pe­ro ten­go que de­cir que es­to ya no me im­p­re­si­ona tan­to co­mo an­tes. Es­te año la me­sa de nu­es­t­ra co­ci­na ha es­ta­do lle­na de tan­tos hom­b­res des­nu­dos. Se pu­ede de­cir que te acos­tum­b­ras des­pu­és de un ti­em­po.
    Colocamos en el su­elo la es­te­ra de Fin­nick y tum­ba­mos a Be­etee sob­re el es­tó­ma­go pa­ra po­der exa­mi­nar­le la es­pal­da. Hay un ta­jo de unos qu­in­ce cen­tí­met­ros de lar­go des­de su omóp­la­to has­ta por de­ba­jo de las cos­til­las. Afor­tu­na­da­men­te no es muy pro­fun­do. Sin em­bar­go, per­dió un mon­tón de san­g­re­lo pu­edes ver por la pa­li­dez de su pi­ely aún es­tá ma­nán­do­le de la he­ri­da.
    Me si­en­to sob­re los ta­lo­nes, in­ten­tan­do pen­sar. ¿Qué ten­go pa­ra tra­ba­j­ar? ¿Agua sa­la­da?
    Me si­en­to co­mo mi mad­re cu­an­do su pri­me­ra lí­nea de de­fen­sa pa­ra tra­tar­lo to­do era ni­eve.
    Miro ha­cia la sel­va. Me apu­es­to que hab­ría to­da una far­ma­cia al­lí si só­lo su­pi­era có­mo usar­la.
    Pero es­tas no son mis plan­tas. Des­pu­és pi­en­so en el mus­go que Mags me dio pa­ra so­nar­me la na­riz.
    Ahora mis­mo vu­el­vo. Le di­go a Pe­eta. Afor­tu­na­da­men­te la co­sa pa­re­ce ser bas­tan­te co­mún en la sel­va. Ar­ran­co un pu­ña­do de los ár­bo­les cer­ca­nos y lo lle­vo de nu­evo a la sel­va.
    Formo una al­mo­ha­dil­la gru­esa con el mus­go, la co­lo­co sob­re el cor­te de Be­etee, y lo ase­gu­ro atán­do­le vi­ñas al­re­de­dor del cu­er­po. Ha­ce­mos que be­ba al­go de agua y des­pu­és lo lle­va­mos has­ta la som­b­ra en el bor­de de la sel­va.
    Creo que eso es to­do lo que po­de­mos ha­cer. Di­go.
    Está bi­en. Eres bu­ena con es­to de cu­rar. Di­ce él. Lo lle­vas en la san­g­re.
    No. Di­go, sa­cu­di­en­do la ca­be­za. Yo he­re­dé la san­g­re de mi pad­re. La cla­se que se ace­le­ra du­ran­te una ca­ce­ría, no una epi­de­mia. Voy a ver a Wi­ress.
    Tomo un pu­ña­do del mus­go pa­ra usar co­mo tra­po y voy jun­to a Wi­ress en la oril­la. No se re­sis­te cu­an­do le sa­co la ro­pa, cu­an­do fro­to la san­g­re de su pi­el. Pe­ro sus oj­os es­tán di­la­ta­dos de mi­edo, y cu­an­do hab­lo, no res­pon­de ex­cep­to pa­ra de­cir, con una ur­gen­cia en aumen­to:
    "Tic, tac." Pa­re­ce es­tar in­ten­tan­do de­cir­me al­go, pe­ro sin Be­etee pa­ra ex­p­li­car sus pen­sa­mi­en­tos, no con­si­go en­ten­der.
    Sí, tic, tac. Tic, tac. Di­go. Es­to pa­re­ce cal­mar­la un po­co. La­vo su mo­no has­ta que ca­si no qu­eda ras­t­ro de san­g­re, y la ayu­do a po­nér­se­lo de nu­evo. No es­tá da­ña­do co­mo es­ta­ban los nu­es­t­ros. Su cin­tu­rón es­tá bi­en, así que tam­bi­én se lo ab­roc­ho. Des­pu­és co­lo­co su ro­pa in­te­ri­or, jun­to a la de Be­etee, ba­jo unas ro­cas, y de­jo que se em­pa­pe bi­en.
    Para cu­an­do he ac­la­ra­do el mo­no de Be­etee, una re­lu­ci­en­te Johan­na y un Fin­nick en pro­ce­so de des­ca­ma­ci­ón se nos han uni­do. Johan­na be­be agua a gran­des tra­gos y se ati­bor­ra de ma­ris­co mi­en­t­ras yo in­ten­to que Wi­ress co­ma al­go. Fin­nick hab­la de la ni­eb­la y los mo­nos con una voz dis­tan­te, ca­si clí­ni­ca, evi­tan­do el de­tal­le más im­por­tan­te de la his­to­ria.
    Todos se of­re­cen a mon­tar gu­ar­dia mi­en­t­ras los de­más des­can­san, pe­ro al fi­nal, so­mos Johan­na y yo qu­i­enes nos qu­eda­mos des­pi­er­tas. Yo por­que es­toy muy des­can­sa­da, el­la por­que sim­p­le­men­te se ni­ega a acos­tar­se. Las dos nos sen­ta­mos en si­len­cio en la pla­ya has­ta que los de­más se han dor­mi­do.
    Johanna mi­ra a Fin­nick, pa­ra ase­gu­rar­se, des­pu­és se vu­el­ve ha­cia mí. ¿Có­mo per­dis­te­is a Mags?
    En la ni­eb­la. Fin­nick te­nía a Pe­eta. Yo tu­ve a Mags du­ran­te un ti­em­po. Des­pu­és no po­día le­van­tar­la. Fin­nick di­jo que no po­día con los dos. El­la lo be­só y ca­mi­nó de­rec­ha ha­cia el ve­ne­no.
    Era la men­to­ra de Fin­nick, ya lo sa­bes. Di­ce Johan­na, acu­sa­do­ra.
    No, no lo sa­bía. Di­go yo.
    Era la mi­tad de su fa­mi­lia. Di­ce un mo­men­to des­pu­és, pe­ro hay me­nos ve­ne­no en su voz.
    Miramos el agua cho­car con­t­ra la ro­pa in­te­ri­or.
    Así que ¿qué es­ta­bas ha­ci­en­do tú con Nuts y Volts? Pre­gun­to.
    Te lo he dic­ho, los co­gí pa­ra ti. Hay­mitch di­jo que si íba­mos a ser ali­adas te­nía que tra­ér­te­los Di­ce Johan­na. Eso es lo que le di­j­is­te, ¿ver­dad?
    No, pi­en­so. Pe­ro asi­en­to con la ca­be­za.
    Gracias. Ap­re­cio el ges­to.
    Eso es­pe­ro. Me de­di­ca una mi­ra­da lle­na de odio, co­mo si yo fu­era la car­ga más pe­sa­da po­sib­le en su vi­da. Me pre­gun­to si es así có­mo se si­en­te el te­ner una her­ma­na ma­yor que te odia de ver­dad.
    Tic, tac. Oigo det­rás de mí. Me gi­ro y veo que Wi­ress ha ga­te­ado has­ta aquí. Sus oj­os es­tán en­fo­ca­dos en la sel­va.
    Oh, Se­ñor, aquí vu­el­ve. Va­le, me voy a dor­mir. Tú y Nuts po­dé­is mon­tar gu­ar­dia jun­tas.
    Dice Johan­na. Se mar­c­ha y se ec­ha al la­do de Fin­nick.
    Tic, tac. Su­sur­ra Wi­ress. La gu­ío de­lan­te de mí y ha­go que se tum­be, aca­ri­ci­án­do­le el bra­zo pa­ra tran­qu­ili­zar­la. Se du­er­me, re­mo­vi­én­do­se con in­qu­i­etud, de vez en cu­an­do sus­pi­ran­do su fra­se. Tic, tac.
    El sol se al­za en el ci­elo has­ta que es­tá di­rec­ta­men­te sob­re no­sot­ros. De­be de ser me­di­odía, pi­en­so sin pres­tar­le muc­ha aten­ci­ón. No es que eso im­por­te. Al ot­ro la­do del agua, ha­cia la de­rec­ha, veo el in­men­so fo­go­na­zo cu­an­do el ra­yo gol­pea el ár­bol y la tor­men­ta eléc­t­ri­ca em­pi­eza de nu­evo. Jus­to en la mis­ma área que anoc­he. Al­gu­i­en de­be de ha­ber en­t­ra­do en su zo­na, ap­re­tan­do el ga­til­lo de su ata­que. Me si­en­to du­ran­te un ra­to mi­ran­do los ra­yos, man­te­ni­en­do a Wi­ress tran­qu­ila, acu­na­da a al­go pa­re­ci­do a la paz por el mo­vi­mi­en­to del agua.
    Pienso en anoc­he, có­mo los re­lám­pa­gos em­pe­za­ron jus­to des­pu­és de las cam­pa­na­das.
    Tic, tac. Di­ce Wi­ress, re­sur­gi­en­do a la con­s­ci­en­cia du­ran­te un mo­men­to y des­pu­és vol­vi­en­do a su­mer­gir­se.
    Doce cam­pa­na­das anoc­he. Co­mo si fu­era me­di­anoc­he. Des­pu­és re­lám­pa­gos. El sol ar­ri­ba aho­ra. Co­mo si fu­era me­di­odía. Y re­lám­pa­gos.
    Lentamente me le­van­to y es­ca­neo to­da la are­na. Los re­lám­pa­gos al­lí. En la si­gu­i­en­te cu­ña vi­no la llu­via de san­g­re, don­de qu­eda­ron at­ra­pa­dos Johan­na, Wi­ress y Be­etee. No­sot­ros hab­rí­amos es­ta­do en la ter­ce­ra sec­ci­ón, jus­to al la­do de esa, don­de apa­re­ció la ni­eb­la. Y tan pron­to co­mo fue ab­sor­bi­da, los mo­nos em­pe­za­ron a re­unir­se en la cu­ar­ta. Tic, tac. Gi­ro la ca­be­za al ot­ro la­do. Ha­ce un par de ho­ras, a eso de las di­ez, esa ola vi­no de la se­gun­da sec­ci­ón a la iz­qu­i­er­da de don­de ata­can aho­ra los re­lám­pa­gos. A me­di­odía. A me­di­anoc­he. A me­di­odía.
    Tic, tac. Di­ce Wi­ress en­t­re su­eños. Mi­en­t­ras los ra­yos ce­san y em­pi­eza la llu­via de san­g­re jus­to a su de­rec­ha, sus pa­lab­ras cob­ran sen­ti­do de pron­to.
    Oh. Di­go en voz ba­ja. Tic, tac. Mis oj­os bar­ren el cír­cu­lo com­p­le­to de la are­na y sé que ti­ene ra­zón. Tic, tac. Es­to es un re­loj.

1 comentario:

Kathy Vásconez dijo...

Mi trilogía favorita!!♥ :')