‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 13


13



    Mi cu­er­po re­ac­ci­ona an­tes de que lo ha­ga mi men­te y es­toy sa­li­en­do por la pu­er­ta cor­ri­en­do, a tra­vés de los jar­di­nes de la Al­dea de los Ven­ce­do­res, ha­cia la os­cu­ri­dad de más al­lá. La hu­me­dad del su­elo mo­j­ado em­pa­pa mis cal­ce­ti­nes y soy con­s­ci­en­te de que el vi­en­to es cor­tan­te, pe­ro no me de­ten­go. ¿Adón­de? ¿Adón­de ir? Al bos­que, por su­pu­es­to. Es­toy en la val­la an­tes de que el zum­bi­do me ha­ga re­cor­dar has­ta qué pun­to es­toy at­ra­pa­da. Ret­ro­ce­do, jade­an­do, me doy la vu­el­ta sob­re los ta­lo­nes y ec­ho a cor­rer de nu­evo.
    Lo si­gu­i­en­te que sé es que es­toy sob­re ma­nos y ro­dil­las en el só­ta­no de una de las ca­sas va­cí­as en la Al­dea de los Ven­ce­do­res. Dé­bi­les ra­yos de lu­na lle­gan a tra­vés de la ven­ta­na que hay sob­re mi ca­be­za. Ten­go frío y es­toy mo­j­ada y sin ali­en­to, pe­ro mi in­ten­to de es­ca­pe no ha hec­ho na­da pa­ra apa­gar la his­te­ria que se le­van­ta den­t­ro de mí. Me aho­ga­rá a no ser que sea li­be­ra­da. Ha­go una bo­la de la par­te de­lan­te­ra de mi ca­mi­sa, me la me­to en la bo­ca, y em­pi­ezo a gri­tar. Cu­án­to con­ti­núa es­to, no lo sé. Pe­ro cu­an­do pa­ro, ca­si no ten­go voz.
    Me acur­ru­co sob­re un la­do y me qu­edo mi­ran­do a los ra­yos de lu­na pro­yec­ta­dos sob­re el su­elo de ce­men­to. De vu­el­ta a la are­na. De vu­el­ta al lu­gar de las pe­sa­dil­las. Al­lí es adon­de voy.
    Tengo que ad­mi­tir que no lo vi ve­nir. Vi una mul­ti­tud de ot­ras co­sas. Ser púb­li­ca­men­te hu­mil­la­da, tor­tu­ra­da y ej­ecu­ta­da. Hu­ir por la es­pe­su­ra, per­se­gu­ida por agen­tes de la paz y aero­des­li­za­do­res. Mat­ri­mo­nio con Pe­eta con nu­es­t­ros hi­j­os ob­li­ga­dos a ir a la are­na. Pe­ro nun­ca que yo mis­ma tu­vi­era que ser par­ti­ci­pan­te en los Ju­egos ot­ra vez. ¿Por qué? Por­que no hay pre­ce­den­te de eso. Los Ven­ce­do­res es­tán fu­era de la co­sec­ha de por vi­da. Ese es el tra­to si ga­nas. Has­ta aho­ra.
    Hay al­gún ti­po de cu­bi­er­ta en el su­elo, del ti­po que po­nen al pin­tar. Me la pon­go por en­ci­ma co­mo una man­ta. En la dis­tan­cia, al­gu­i­en es­tá lla­man­do mi nom­b­re. Pe­ro por el mo­men­to me ex­cu­so de pen­sar in­c­lu­so en esos a los que más qu­i­ero. Só­lo pi­en­so en mí. Y en lo que me es­pe­ra.
    La cu­bi­er­ta es rí­gi­da pe­ro man­ti­ene el ca­lor. Mis mús­cu­los se re­la­j­an, mi fre­cu­en­cia car­dí­aca se en­len­te­ce. Veo la ca­ja de ma­de­ra en las ma­nos del ni­ño pe­qu­eño, al Pre­si­den­te Snow sa­can­do el sob­re ama­ril­len­to. ¿Es po­sib­le que es­te sea de ver­dad el Qu­ar­ter Qu­ell es­c­ri­to ha­ce se­ten­ta y cin­co años? Pa­re­ce im­p­ro­bab­le. Es una res­pu­es­ta de­ma­si­ado per­fec­ta pa­ra los prob­le­mas a los que se en­f­ren­ta hoy el Ca­pi­to­lio. Lib­rar­se de mí y so­me­ter a los dis­t­ri­tos, to­do en un lim­pio pa­qu­eti­to.
    Oigo la voz del Pre­si­den­te Snow en mi ca­be­za. "En el sep­tu­agé­si­mo qu­in­to ani­ver­sa­rio, co­mo re­cor­da­to­rio a los re­bel­des de que in­c­lu­so los más fu­er­tes de en­t­re el­los no pu­eden su­pe­rar el po­der del Ca­pi­to­lio, los tri­bu­tos mas­cu­li­no y fe­me­ni­no se­rán co­sec­ha­dos de en­t­re su exis­ten­te co­lec­ci­ón de ven­ce­do­res."


    Sí, los ven­ce­do­res son los más fu­er­tes de en­t­re los nu­es­t­ros. Son los que sob­re­vi­vi­eron a la are­na y se es­ca­pa­ron de la so­ga de la pob­re­za que nos es­t­ran­gu­la a los de­más. El­los, o de­be­ría de­cir no­sot­ros, son la per­fec­ta en­car­na­ci­ón de la es­pe­ran­za don­de no hay es­pe­ran­za. Y aho­ra ve­in­tit­rés de no­sot­ros mo­ri­re­mos pa­ra de­mos­t­rar que in­c­lu­so la es­pe­ran­za era una ilu­si­ón.
    Me aleg­ro de ha­ber ga­na­do so­la­men­te el año pa­sa­do. De ot­ra for­ma, co­no­ce­ría a to­dos los de­más ven­ce­do­res, no só­lo por ver­los en la te­le­vi­si­ón si­no por­que son in­vi­ta­dos en to­dos los Ju­egos. In­c­lu­so si no son men­to­res co­mo Hay­mitch si­em­p­re ti­ene que ser, la ma­yo­ría reg­re­san ca­da año al Ca­pi­to­lio pa­ra el even­to. Creo que muc­hos son ami­gos. Mi­en­t­ras que el úni­co ami­go del que yo ten­d­ré que pre­ocu­par­me por ma­tar se­rá o Pe­eta o Hay­mitch. ¡Pe­eta o Hay­mitch!
    Me si­en­to er­gu­ida, lan­zan­do a un la­do la cu­bi­er­ta. ¿Qué es lo que se me aca­ba de pa­sar por la men­te? No hay si­tu­aci­ón al­gu­na en la cu­al ma­ta­ría nun­ca a Pe­eta ni a Hay­mitch. Pe­ro uno de el­los es­ta­rá en la are­na con­mi­go, y eso es un hec­ho. Tal vez ha­yan de­ci­do en­t­re el­los qu­i­én se­rá. Qu­i­en qu­i­era que sea ele­gi­do pri­me­ro, el ot­ro ten­d­rá la op­ci­ón de pre­sen­tar­se vo­lun­ta­rio pa­ra to­mar su lu­gar. Ya sé lo que pa­sa­rá. Pe­eta le pe­di­rá a Ha­yimtch que lo de­je ir a la are­na con­mi­go sin im­por­tar na­da. Por mi bi­en. Pa­ra pro­te­ger­me.
    Tropiezo por el só­ta­no, bus­can­do una sa­li­da. ¿Có­mo en­t­ré si­qu­i­era en es­te lu­gar? Su­bo a las apal­pa­das los es­ca­lo­nes has­ta la co­ci­na y veo que la ven­ta­na de cris­tal en la pu­er­ta ha si­do hec­ha añi­cos. De­be de ser eso el por­qué de que mi ma­no es­té san­g­ran­do. Me ap­re­su­ro a vol­ver a la noc­he y voy di­rec­ta a la ca­sa de Hay­mitch. Es­tá sen­ta­do so­lo en la me­sa de la co­ci­na, una bo­tel­la me­dio va­cía de li­cor blan­co en un pu­ño, su cuc­hil­lo en el ot­ro. Bor­rac­ho co­mo una cu­ba.
    Ah, aquí es­tá. To­da hec­ha pol­vo. Por fin hi­cis­te las cu­en­tas, ¿ver­dad, pre­ci­osa? ¿De­du­j­is­te que no vas a ir al­lí so­la? Y aho­ra es­tás aquí pa­ra pe­dir­me… ¿qué? Di­ce.
    No res­pon­do. La ven­ta­na es­tá abi­er­ta de par en par y el vi­en­to cor­ta co­mo si es­tu­vi­era en el ex­te­ri­or.
    Lo ad­mi­to, fue más fá­cil pa­ra el chi­co. Es­ta­ba aquí an­tes de que pu­di­era rom­per­le el sel­lo a la bo­tel­la. Sup­li­cán­do­me por ot­ra opor­tu­ni­dad pa­ra en­t­rar. Pe­ro ¿qué pu­edes de­cir tú?
    Imita mi voz. ¿To­ma su lu­gar, Hay­mitch, por­que en las mis­mas cir­cun­s­tan­ci­as, pre­fi­ero que Pe­eta ten­ga una opor­tu­ni­dad con el res­to de su vi­da an­tes que tú?
    Me mu­er­do el la­bio por­que una vez lo ha dic­ho, ten­go mi­edo de que eso sea lo que qu­i­ero.
    Que vi­va Pe­eta, in­c­lu­so si eso su­po­ne la mu­er­te de Hay­mitch. No, no lo qu­i­ero. Es es­pan­to­so, por su­pu­es­to, pe­ro aho­ra Hay­mitch es mi fa­mi­lia. ¿Pa­ra qué he ve­ni­do? Pi­en­so. ¿Qué pod­ría qu­erer yo aquí?
    Vine a por un tra­go. Di­go.
    Haymitch rom­pe a re­ír y gol­pea la bo­tel­la con­t­ra la me­sa de­lan­te de mí. Pa­so mi man­ga sob­re la par­te de ar­ri­ba y to­mo un par de tra­gos an­tes de sa­lir aho­gán­do­me. Me lle­va unos po­cos mi­nu­tos com­po­ner­me, e in­c­lu­so en­ton­ces mis oj­os y na­riz aún es­tán hu­me­an­tes. Pe­ro den­t­ro de mí, el li­cor se si­en­te co­mo fu­ego, y me gus­ta.
    Tal vez de­be­rí­as ser tú. Di­go con to­tal con­ven­ci­mi­en­to mi­en­t­ras sa­co una sil­la. En cu­al­qu­i­er ca­so, odi­as la vi­da.
    Muy ci­er­to. Di­ce Hay­micth. Y da­do que la úl­ti­ma vez in­ten­té man­te­ner­te a ti con vi­da… pa­re­ce que es­ta vez es­ta­ré ob­li­ga­do a sal­var al chi­co.
    Ese es ot­ro bu­en pun­to. Di­go, res­t­re­gán­do­me la na­riz e in­c­li­nan­do de nu­evo la bo­tel­la.
    El ar­gu­men­to de Pe­eta es que ya que te ele­gí a ti, aho­ra es­toy en de­uda con él. Lo que él qu­i­era. Y lo que qu­i­ere es la opor­tu­ni­dad de en­t­rar de nu­evo pa­ra pro­te­ger­te. Di­ce Hay­mitch.
    Lo sa­bía. En ese sen­ti­do, Pe­eta no es di­fí­cil de pre­de­cir. Mi­en­t­ras yo me es­ta­ba re­vol­can­do por el su­elo de ese só­ta­no, pen­san­do só­lo en mí mis­ma, él es­ta­ba aquí pen­san­do só­lo en mí.
    Vergüenza no es una pa­lab­ra lo bas­tan­te fu­er­te pa­ra lo que si­en­to.
    Podrías vi­vir ci­en vi­das y no ser me­re­ce­do­ra de él, ya lo sa­bes. Di­ce Hay­mitch.
    Sí, sí. Di­go brus­ca­men­te. Sin cu­es­ti­ón, él es el su­pe­ri­or en es­te trío. Así que, ¿qué vas a ha­cer tú?
    No lo sé. Hay­mitch sus­pi­ra. Vol­ver al­lí con­ti­go, qu­izás, si pu­edo. Sin mi nom­b­re sa­le en la co­sec­ha, no im­por­ta­rá. Sim­p­le­men­te se pre­sen­ta­rá vo­lun­ta­rio pa­ra ocu­par mi lu­gar.
    Nos sen­ta­mos en si­len­cio un ra­to.
    Sería ma­lo pa­ra ti, en la are­na, ¿no? ¿Co­no­ci­en­do a to­dos los de­más? Pre­gun­to.
    Oh, creo que po­de­mos con­tar con que se­rá in­so­por­tab­le sin im­por­tar dón­de es­té.
    Asiente a la bo­tel­la. ¿Pu­edo te­ner­la aho­ra de vu­el­ta?
    No. Di­go, ro­de­án­do­la con los bra­zos. Hay­mitch sa­ca ot­ra bo­tel­la de de­ba­jo de la me­sa y gi­ra la ta­pa. Pe­ro me doy cu­en­ta de que no es­toy aquí por un tra­go. Hay al­go más que qu­i­ero de Hay­mitch. Va­le, he ave­ri­gu­ado lo que es­toy pi­di­en­do. Di­go. Si so­mos Pe­eta y yo en los Ju­egos, es­ta vez in­ten­ta­re­mos man­te­ner­lo a él con vi­da.
    Algo cen­tel­lea en sus oj­os in­yec­ta­dos en san­g­re. Do­lor.
    Como di­j­is­te, va a ser ma­lo sin im­por­tar có­mo lo pre­sen­tes. Y da igu­al lo que qu­i­era Pe­eta, es su tur­no de ser sal­va­do. Los dos se lo de­be­mos. Mi voz ad­qu­i­ere un to­no de súp­li­ca. Ade­más, el Ca­pi­to­lio me odia de­ma­si­ado. Pu­edo dar­me por mu­er­ta. Tal vez él aún ten­ga una opor­tu­ni­dad. Por fa­vor, Hay­mitch. Di que me ayu­da­rás.
    Le frun­ce el ce­ño a su bo­tel­la, so­pe­san­do mis pa­lab­ras.
    Vale. Di­ce fi­nal­men­te.
    Gracias. Di­go. Aho­ra de­be­ría ir a ver a Pe­eta, pe­ro no qu­i­ero. Mi ca­be­za es­tá dan­do vu­el­tas por la be­bi­da, y es­toy tan hec­ha pol­vo, que qu­i­én sa­be de qué pod­ría con­ven­cer­me.
    No, aho­ra ten­go que ir a ca­sa a en­f­ren­tar­me a mi mad­re y a Prim.
    Mientras tro­pi­ezo por los es­ca­lo­nes a mi ca­sa, la pu­er­ta se ab­re y Ga­le me to­ma en bra­zos.
    Me equ­ivo­qué. De­bi­mos ha­ber­nos mar­c­ha­do cu­an­do di­j­is­te. Su­sur­ra.
    No. Di­go. Es­toy te­ni­en­do prob­le­mas pa­ra con­cen­t­rar­me, y el li­cor no de­ja de sa­lir de la bo­tel­la ca­yen­do por la es­pal­da de la cha­qu­eta de Ga­le, pe­ro a él no pa­re­ce im­por­tar­le.
    No es de­ma­si­ado tar­de. Di­ce.
    Por en­ci­ma de su hom­b­ro, veo a mi mad­re y a Prim afer­ra­das la una a la ot­ra en el um­b­ral.
    Huimos. Mu­eren. Y aho­ra ten­go que pro­te­ger a Pe­eta. Fin de la dis­cu­si­ón.
    Sí, lo es. Mis ro­dil­las ce­den y él me sos­ti­ene. Mi­en­t­ras el al­co­hol se ha­ce con mi men­te, oigo la bo­tel­la de cris­tal ha­cer­se añi­cos en el su­elo. Es­to pa­re­ce ap­ro­pi­ado ya que ob­vi­amen­te he per­di­do el con­t­rol de to­do.
    Cuando me des­pi­er­to, ape­nas lle­go al la­va­bo an­tes de que el li­cor ha­ga su re­apa­ri­ci­ón. Ar­de tan­to su­bi­en­do co­mo ar­dió ba­j­an­do, y sa­be el dob­le de mal. Es­toy tem­b­lo­ro­sa y su­do­ro­sa cu­an­do ter­mi­no de vo­mi­tar, pe­ro por lo me­nos la ma­yor par­te de la co­sa es­tá fu­era de mi or­ga­nis­mo. Lo bas­tan­te lle­gó a mi tor­ren­te san­gu­íneo, sin em­bar­go, re­sul­tan­do en un do­lor de ca­be­za pal­pi­tan­te, bo­ca re­se­ca, y es­tó­ma­go ar­di­en­te.
    Abro la duc­ha y me qu­edo de­ba­jo de la ti­bia llu­via un mi­nu­to an­tes de dar­me cu­en­ta de que aún es­toy en ro­pa in­te­ri­or. Mi mad­re de­bió de li­mi­tar­se a sa­car­me la ro­pa ex­ter­na su­cia y a me­ter­me en ca­ma. Ti­ro la ro­pa in­te­ri­or hú­me­da al la­va­bo y vi­er­to cham­pú en mi ca­be­za. Me du­elen las ma­nos, y es en­ton­ces cu­an­do veo las gra­pas, pe­qu­eñas y re­gu­la­res, a tra­vés de una pal­ma y por el la­te­ral de la ot­ra ma­no. Va­ga­men­te re­cu­er­do rom­per esa ven­ta­na de cris­tal anoc­he. Me fro­to de pi­es a ca­be­za, só­lo pa­rán­do­me pa­ra vo­mi­tar de nu­evo en la pro­pia duc­ha.
    Es sob­re to­do bi­lis y ba­ja por el de­sagüe con las bur­bu­j­as de olor dul­ce.
    Por fin lim­pia, me pon­go el al­bor­noz y vu­el­vo a la ca­ma, ig­no­ran­do mi pe­lo chor­re­an­te. Me me­to en­t­re las man­tas, se­gu­ra de que así es có­mo se si­en­te ser en­ve­ne­na­da. Las pi­sa­das en las es­ca­le­ras re­nu­evan mi pá­ni­co de anoc­he. No es­toy lis­ta pa­ra ver a mi mad­re y a Prim. Ten­go que re­com­po­ner­me pa­ra es­tar cal­ma­da y se­gu­ra, igu­al que es­ta­ba cu­an­do nos di­j­imos adi­ós el día de la úl­ti­ma co­sec­ha. Ten­go que ser fu­er­te. Luc­ho por con­se­gu­ir una pos­tu­ra er­gu­ida, apar­to mi pe­lo hú­me­do de mis si­enes pal­pi­tan­tes, y me pre­pa­ro pa­ra es­te en­cu­en­t­ro.
    Aparecen en la pu­er­ta, sos­te­ni­en­do té y tos­ta­das, sus ros­t­ros lle­nos de pre­ocu­pa­ci­ón. Ab­ro la bo­ca, pla­ne­an­do em­pe­zar con al­gún ti­po de chis­te, y rom­po a llo­rar.
    Ya se ve lo de ser fu­er­te.
    Mi mad­re se si­en­ta a un la­do en la ca­ma y Prim se acur­ru­ca jus­to jun­to a mí y me ab­ra­zan, ha­ci­en­do en voz ba­ja so­ni­dos tran­qu­ili­zan­tes, has­ta que ya ca­si aca­bé de llo­rar. Des­pu­és Prim co­ge una to­al­la y me se­ca el pe­lo, pa­san­do el pe­ine por los nu­dos, mi­en­t­ras mi mad­re me co­ac­ci­ona a to­mar té y tos­ta­das. Me vis­ten en un pi­j­ama cá­li­do y me po­nen más man­tas y me vu­el­vo a dor­mir.
    Sé por la luz que ya es­ta­mos al fi­nal de la tar­de cu­an­do me des­pi­er­to de nu­evo. Hay un va­so de agua en mi me­sil­la de noc­he y lo be­bo a gran­des tra­gos, se­di­en­ta. Mi es­tó­ma­go y mi ca­be­za aún pa­re­cen ro­cas, pe­ro muc­ho me­j­or que an­tes. Me le­van­to, me vis­to, y me ha­go una tren­za en el pe­lo. An­tes de ba­j­ar, me de­ten­go en la par­te al­ta de las es­ca­le­ras, sin­ti­én­do­me al­go aver­gon­za­da por có­mo he en­ca­j­ado las no­ti­ci­as del Qu­ar­ter Qu­ell. Mi hu­ida er­rá­ti­ca, be­ber con Hay­mitch, llo­rar. Da­das las cir­cun­s­tan­ci­as, su­pon­go que me me­rez­co un día de in­dul­gen­cia.
    Aunque me aleg­ro de que las cá­ma­ras no ha­yan es­ta­do aquí pa­ra ver­lo.
    Abajo, mi mad­re y Prim me ab­ra­zan de nu­evo, pe­ro no son muy emo­ti­vas. Sé que se es­tán gu­ar­dan­do co­sas pa­ra ha­cér­me­lo más fá­cil. Mi­ran­do al ros­t­ro de Prim, es di­fí­cil ima­gi­nar que sea la mis­ma ni­ñi­ta frá­gil a la que de­jé at­rás en el día de la co­sec­ha ha­ce nu­eve me­ses. La com­bi­na­ci­ón de esa ter­rib­le pru­eba y to­do lo que ha ve­ni­do des­pu­és­la cru­el­dad en el dis­t­ri­to, la pro­ce­si­ón de en­fer­mos y he­ri­dos a la que aho­ra a me­nu­do tra­ta por sí so­la si las ma­nos de mi mad­re es­tán de­ma­si­ado lle­na­se­sas co­sas la han en­ve­j­eci­do años. Tam­bi­én ha cre­ci­do un bu­en pe­da­zo; aho­ra so­mos ca­si de la mis­ma es­ta­tu­ra, pe­ro eso no es lo que la ha­ce pa­re­cer tan ma­yor.
    Mi mad­re me sir­ve una ta­za de cal­do, y pi­do una se­gun­da ta­za pa­ra lle­var­le a Hay­mitch.
    Después ca­mi­no por el jar­dín has­ta su ca­sa. Aca­ba de des­per­tar­se y acep­ta la ta­za sin co­men­ta­ri­os. Nos sen­ta­mos al­lí ca­si pa­cí­fi­ca­men­te, sor­bi­en­do nu­es­t­ro cal­do y mi­ran­do el atar­de­cer a tra­vés de la ven­ta­na de su sa­lón. Oigo a al­gu­i­en dan­do vu­el­tas ar­ri­ba y asu­mo que es Ha­zel­le, pe­ro unos mi­nu­tos des­pu­és ba­ja Pe­eta y lan­za sob­re la me­sa con ener­gía una ca­ja de car­tón de bo­tel­las de li­cor va­cí­as.
    Ahí, ya es­tá hec­ho. Di­ce.
    Haymicth es­tá ne­ce­si­tan­do to­dos sus re­cur­sos pa­ra en­fo­car los oj­os en las bo­tel­las, así que hab­lo yo: ¿Qué es­tá hec­ho?
    He ver­ti­do to­do el li­cor por el de­sagüe. Di­ce Pe­eta.
    Esto pa­re­ce des­per­tar a Hay­mitch de su es­tu­por, y pal­pa la ca­ja con in­c­re­du­li­dad. ¿Tú qué?
    Tiré el lo­te. Di­ce Pe­eta.
    Simplemente com­p­ra­rá más. Di­go yo.
    No, no lo ha­rá. Di­ce Pe­eta. Fui a bus­car a Rip­per es­ta ma­ña­na y le di­je que la en­t­re­ga­ría en cu­an­to ven­di­era a cu­al­qu­i­era de vo­sot­ros. Tam­bi­én le pa­gué, só­lo pa­ra ase­gu­rar­me, pe­ro no creo que ten­ga ga­nas de vol­ver a la cus­to­dia de los agen­tes de la paz.
    Haymitch lan­za un ta­jo con su cuc­hil­lo pe­ro Pe­eta lo es­qu­iva con tan­ta fa­ci­li­dad que es pa­té­ti­co. En mi in­te­ri­or se des­pi­er­ta la fu­ria. ¿Por qué es asun­to tu­yo lo que él ha­ga?
    Es com­p­le­ta­men­te asun­to mío. Sin im­por­tar en qué re­sul­te, dos de no­sot­ros va­mos a es­tar en la are­na con el ot­ro co­mo men­tor. No po­de­mos per­mi­tir­nos a nin­gún bor­rac­ho en es­te equ­ipo. Es­pe­ci­al­men­te no a ti, Kat­niss. Me di­ce Pe­eta. ¿Qué? Far­ful­lo, in­dig­na­da. Se­ría más con­vin­cen­te su no tu­vi­era aún tan­ta re­sa­ca.
    Anoche fue la pri­me­ra vez que he es­ta­do nun­ca bor­rac­ha.
    Sí, y mi­ra en qué es­ta­do es­tás. Di­ce Pe­eta.
    No sé qué me es­pe­ra­ba de mi pri­mer en­cu­en­t­ro con Pe­eta des­pu­és del anun­cio. Unos cu­an­tos ab­ra­zos y be­sos. Tal vez al­go de con­fort. No es­to. Me vu­el­vo a Hay­mitch.
    No te pre­ocu­pes, te con­se­gu­iré más li­cor.
    Entonces os en­t­re­ga­ré a los dos. De­j­emos que se os pa­se la bor­rac­he­ra en la maz­mor­ra. ¿Cu­ál es el sen­ti­do de es­to? Pre­gun­ta Hay­mitch.
    El sen­ti­do es que dos de no­sot­ros vol­ve­re­mos a ca­sa des­de el Ca­pi­to­lio. Un men­tor y un ven­ce­dor. Di­ce Pe­eta. Ef­fie me es­tá man­dan­do gra­ba­ci­ones de to­dos los ven­ce­do­res vi­vos. Va­mos a ver sus Ju­egos y ap­ren­der to­do lo que po­da­mos sob­re có­mo luc­han.
    Ganaremos pe­so y nos ha­re­mos más fu­er­tes. Va­mos a em­pe­zar a ac­tu­ar co­mo tri­bu­tos pro­fe­si­ona­les. ¡Y uno de no­sot­ros va a vol­ver a ser un ven­ce­dor tan­to si os gus­ta co­mo si no!
    Sale del cu­ar­to co­mo una ex­ha­la­ci­ón, dan­do un por­ta­zo.
    Haymitch y yo ha­ce­mos un ges­to de do­lor an­te el gol­pe.
    No me gus­ta la gen­te con su­pe­ri­ori­dad mo­ral. Di­go. ¿Qué hay de bu­eno en el­los? Di­ce Hay­mitch, qu­i­en em­pi­eza a sor­ber los res­tos de una de las bo­tel­las va­cí­as.
    Tú y yo. So­mos no­sot­ros qu­i­en él pla­nea que vu­el­van a ca­sa.
    Bueno, en­ton­ces le sa­lió el ti­ro por la cu­la­ta.
    Pero des­pu­és de unos dí­as, ac­ce­de­mos a ac­tu­ar co­mo Pro­fe­si­ona­les, por­que es la me­j­or for­ma de con­se­gu­ir que Pe­eta tam­bi­én es­té lis­to. Ca­da noc­he ve­mos los vi­e­j­os re­sú­me­nes de los Ju­egos que ga­na­ron el res­to de ven­ce­do­res. Me doy cu­en­ta de que nun­ca vi­mos a nin­gu­no du­ran­te el To­ur de la Vic­to­ria, lo que pa­re­ce ra­ro en ret­ros­pec­ti­va. Cu­an­do lo men­ci­ono, Hay­mitch di­ce que lo úl­ti­mo que el Pre­si­den­te Snow hab­ría qu­eri­do era mos­t­rar­nos a Pe­eta y a mí­es­pe­ci­al­men­te a mí­ha­ci­en­do mi­gas con ot­ros ven­ce­do­res en dis­t­ri­tos po­ten­ci­al­men­te re­bel­des. Los ven­ce­do­res ti­enen un es­ta­tus es­pe­ci­al, y si pa­re­ci­eran apo­yar mi de­sa­fío al Ca­pi­to­lio, hab­ría si­do po­lí­ti­ca­men­te pe­lig­ro­so. Aj­us­tán­do­me a la edad, me doy cu­en­ta de que al­gu­nos de nu­es­t­ros opo­nen­tes ya se­rán ma­yo­res, lo que es a la vez tris­te y tran­qu­ili­za­dor.
    Peeta to­ma co­pi­osas no­tas. Hay­mitch of­re­ce in­for­ma­ci­ón sob­re la per­so­na­li­dad de los ven­ce­do­res, y len­ta­men­te em­pe­za­mos a co­no­cer a nu­es­t­ra com­pe­ten­cia.
    Cada ma­ña­na ha­ce­mos co­sas pa­ra for­ta­le­cer nu­es­t­ros cu­er­pos. Cor­re­mos y le­van­ta­mos co­sas y es­ti­ra­mos los mús­cu­los. Ca­da tar­de tra­ba­j­amos en ha­bi­li­da­des de com­ba­te, lan­zan­do cuc­hil­los, luc­han­do cu­er­po a cu­er­po; in­c­lu­so les en­se­ño a es­ca­lar ár­bo­les. Ofi­ci­al­men­te, los tri­bu­tos no de­ben en­t­re­nar, pe­ro na­die in­ten­ta de­te­ner­nos. In­c­lu­so en años nor­ma­les, los tri­bu­tos de los Dis­t­ri­tos 1, 2 y 4 apa­re­cen ca­pa­ces de blan­dir lan­zas y es­pa­das. Es­to no es na­da en com­pa­ra­ci­ón.
    Después de to­dos los años de abu­so, el cu­er­po de Hay­mitch se re­sis­te a la me­j­ora. Aún es des­ta­cab­le­men­te fu­er­te, pe­ro la car­re­ra más cor­ta lo de­ja sin ali­en­to. Y pen­sa­rí­as que un ti­po que du­er­me to­das las noc­hes con un cuc­hil­lo se­ría de hec­ho ca­paz de gol­pe­ar la pa­red de la ca­sa con uno, pe­ro sus ma­nos dan ta­les sa­cu­di­das que le lle­va se­ma­nas con­se­gu­ir in­c­lu­so eso.
    Sin em­bar­go, Pe­eta y yo me­j­ora­mos muc­ho ba­jo el nu­evo ré­gi­men. Me da al­go que ha­cer.
    Nos da a to­dos al­go que ha­cer ade­más de acep­tar la der­ro­ta. Mi mad­re nos po­ne en una di­eta es­pe­ci­al pa­ra ga­nar pe­so. Prim tra­ta nu­es­t­ros mús­cu­los do­lo­ri­dos. Mad­ge nos trae a es­con­di­das los pe­ri­ódi­cos del Ca­pi­to­lio de su pad­re. Las pre­dic­ci­ones sob­re qu­i­én se­rá el ven­ce­dor de los ven­ce­do­res nos mu­es­t­ran en­t­re los fa­vo­ri­tos. In­c­lu­so Ga­le apa­re­ce en es­ce­na los do­min­gos, aun­que no les ti­ene ap­re­cio nin­gu­no a Pe­eta ni a Hay­mitch, y nos en­se­ña to­do lo que sa­be sob­re tram­pas. Es ra­ro pa­ra mí, es­tar en con­ver­sa­ci­ones con Pe­eta y Ga­le a la vez, pe­ro pa­re­ce que el­los han de­j­ado a un la­do los prob­le­mas que sea que ten­gan con res­pec­to a mí.
    Una noc­he, mi­en­t­ras acom­pa­ño a Ga­le de vu­el­ta a la ci­udad, in­c­lu­so ad­mi­te:
    Sería me­j­or si fu­era más fá­cil odi­ar­lo.
    Dímelo a mí. Di­go. Si hu­bi­era po­di­do sim­p­le­men­te odi­ar­lo en la are­na, no es­ta­rí­amos aho­ra en es­te lío. Él es­ta­ría mu­er­to, y yo se­ría una ven­ce­do­ra fe­liz y con­ten­ta yo so­li­ta. ¿Y dón­de es­ta­rí­amos no­sot­ros, Kat­niss? Pre­gun­ta Ga­le.
    Me de­ten­go, sin sa­ber qué de­cir. ¿Dón­de es­ta­ría yo con mi fin­gi­do pri­mo que no se­ría mi pri­mo de no ser por Pe­eta? ¿Aún me hab­ría be­sa­do y yo le hab­ría de­vu­el­to el be­so de ha­ber si­do lib­re pa­ra ha­cer­lo? ¿Me hab­ría abi­er­to a él, ar­rul­la­da por la se­gu­ri­dad del di­ne­ro y la co­mi­da y la se­gu­ri­dad que el ser una ven­ce­do­ra po­día tra­er en di­fe­ren­tes cir­cun­s­tan­ci­as? Pe­ro aún así si­em­p­re es­ta­ría la co­sec­ha cer­ni­én­do­se sob­re no­sot­ros, sob­re nu­es­t­ros hi­j­os. Sin im­por­tar lo que yo qu­isi­era…
    Cazando. Co­mo ca­da do­min­go. Di­go. Sé que él no se re­fe­ría a la res­pu­es­ta li­te­ral, pe­ro es­to es to­do cu­an­to pu­edo of­re­cer ho­nes­ta­men­te. Ga­le sa­be que lo ele­gí por en­ci­ma de Pe­eta cu­an­do no huí. Pa­ra mí, no ti­ene sen­ti­do hab­lar sob­re co­sas que pod­rí­an ha­ber si­do. In­c­lu­so de ha­ber ma­ta­do a Pe­eta en la are­na, aún no hab­ría qu­eri­do ca­sar­me con na­die. Só­lo me pro­me­tí pa­ra sal­var la vi­da de gen­te, y ese ti­ro me sa­lió com­p­le­ta­men­te por la cu­la­ta.
    En cu­al­qu­i­er ca­so, ten­go mi­edo de que cu­al­qu­i­er ti­po de es­ce­na emo­ci­onal con Ga­le tal vez le ha­ga ha­cer al­go drás­ti­co. Co­mo em­pe­zar un le­van­ta­mi­en­to en las mi­nas. Y tal y co­mo di­ce Hay­mitch, el Dis­t­ri­to 12 no es­tá pre­pa­ra­do pa­ra eso. Si eso, es­tán me­nos pre­pa­ra­dos que an­tes del anun­cio del Qu­ar­ter Qu­ell, por­que a la ma­ña­na si­gu­i­en­te ot­ro cen­te­nar de agen­tes de la paz lle­ga­ron por tren.
    Ya que no ten­go pen­sa­do vol­ver con vi­da la se­gun­da vez, cu­an­to an­tes re­nun­cie Ga­le a mí, me­j­or. Sí que ten­go pen­sa­do de­cir­le una o dos co­sas an­tes de la co­sec­ha, cu­an­do se nos per­mi­ta una ho­ra pa­ra nu­es­t­ras des­pe­di­das. Pa­ra de­cir­le a Ga­le qué esen­ci­al ha si­do pa­ra mí to­dos es­tos años. Has­ta qué pun­to ha si­do me­j­or mi vi­da por co­no­cer­lo. Por amar­lo, in­c­lu­so si só­lo es de la for­ma li­mi­ta­da en que pu­edo ha­cer­lo.
    Pero nun­ca ten­go la opor­tu­ni­dad.
    El día de la co­sec­ha es cá­li­do y boc­hor­no­so. La pob­la­ci­ón del Dis­t­ri­to 12 es­pe­ra, su­dan­do y en si­len­cio, en la pla­za, con pis­to­las auto­má­ti­cas apun­tán­do­les. Yo es­toy en pie, so­la, en una pe­qu­eña área acor­do­na­da con Pe­eta y Hay­mitch en un re­dil si­mi­lar a mi de­rec­ha. La co­sec­ha só­lo lle­va un mi­nu­to. A Ef­fie, res­p­lan­de­ci­en­do en una pe­lu­ca de oro me­tá­li­co, le fal­ta su brío ha­bi­tu­al. Ti­ene que re­bus­car por to­da la bo­la de co­sec­ha de las chi­cas du­ran­te bas­tan­te ra­to pa­ra po­der agar­rar el úni­co pe­da­zo de pa­pel que to­do el mun­do sa­be ya que ti­ene mi nom­b­re es­c­ri­to. Des­pu­és co­ge el nom­b­re de Ha­yi­mitch. Es­te ape­nas ti­ene ti­em­po de lan­zar­me una mi­ra­da in­fe­liz an­tes de que Pe­eta se ha­ya pre­sen­ta­do vo­lun­ta­rio pa­ra ocu­par su pu­es­to.
    Nos lle­van de in­me­di­ato al Edi­fi­cio de Jus­ti­cia pa­ra en­con­t­rar al agen­te de la paz en jefe Thre­ad es­pe­rán­do­nos.
    Nuevo pro­ce­di­mi­en­to. Di­ce con una son­ri­sa. Nos con­du­cen por una pu­er­ta tra­se­ra a un coc­he, y nos lle­van a la es­ta­ci­ón de tren. No hay cá­ma­ras en la pla­ta­for­ma, no hay mul­ti­tud pa­ra man­dar­nos en ca­mi­no. Hay­mitch y Ef­fie apa­re­cen, es­col­ta­dos por gu­ar­di­as. Agen­tes de la paz nos me­ten pri­sa pa­ra en­t­rar en el tren y ci­er­ran la pu­er­ta. Las ru­edas em­pi­ezan a gi­rar.
    Y yo me qu­edo mi­ran­do por la ven­ta­na, vi­en­do de­sa­pa­re­cer el Dis­t­ri­to 12, con to­dos mis adi­oses aún col­gan­do de los la­bi­os. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No se pero a mi me encanta Gale <3

Anónimo dijo...

a mi tb me encanta !!!!