‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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jueves, 18 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 17


17


    El efec­to en los Vi­gi­lan­tes es in­me­di­ato y sa­tis­fac­to­rio. Va­ri­os su­el­tan gri­ti­tos. Ot­ros de­j­an ca­er sus va­sos de vi­no, que se ha­cen añi­cos mu­si­cal­men­te con­t­ra el su­elo. Dos pa­re­cen es­tar con­si­de­ran­do des­ma­yar­se. La apa­ri­en­cia de shock es uná­ni­me.
    Ahora ten­go la aten­ci­ón de Plu­tarch He­aven­s­bee. Se me qu­eda mi­ran­do fi­j­amen­te mi­en­t­ras el zu­mo del me­lo­co­tón que es­t­ru­jó en su ma­no cor­re en­t­re sus de­dos. Fi­nal­men­te se ac­la­ra la gar­gan­ta y di­ce:
    Ya pu­ede re­ti­rar­se, se­ño­ri­ta Ever­de­en.
    Inclino una vez la ca­be­za con res­pe­to y me vu­el­vo pa­ra ir­me, pe­ro en el úl­ti­mo mo­men­to no pu­edo re­sis­tir­me a lan­zar el re­ci­pi­en­te de jugo de ba­ya sob­re mi hom­b­ro. Pu­edo oír có­mo el con­te­ni­do da de lle­no en el mu­ñe­co mi­en­t­ras un par de va­sos de vi­no más se rom­pen.
    Mientras las pu­er­tas del as­cen­sor se ci­er­ran an­te mí, veo que na­die se ha mo­vi­do.
    Eso los sor­p­ren­dió, pi­en­so. Fue pre­ci­pi­ta­do y pe­lig­ro­so y sin du­da pa­ga­ré por el­lo di­ez ve­ces.
    Pero por el mo­men­to, si­en­to al­go que se pa­re­ce muc­ho a la eufo­ria y me per­mi­to sa­bo­re­ar­lo.
    Quiero en­con­t­rar a Hay­mitch de in­me­di­ato pa­ra con­tar­le mi se­si­ón, pe­ro no hay na­die.
    Supongo que se es­tán pre­pa­ran­do pa­ra la ce­na y de­ci­do dar­me una duc­ha, ya que ten­go las ma­nos su­ci­as por el jugo. Mi­en­t­ras es­toy ba­jo el agua, me em­pi­ezo a cu­es­ti­onar la sa­bi­du­ría de mi úl­ti­mo tru­co. La pre­gun­ta que de­be­ría gu­i­ar­me aho­ra es "¿Ayu­da­rá es­to a man­te­ner a Pe­eta con vi­da?" In­di­rec­ta­men­te es­to tal vez no. Lo que su­ce­de du­ran­te el en­t­re­na­mi­en­to es al­to sec­re­to, así que no ti­ene sen­ti­do lle­var a ca­bo na­da en mi con­t­ra cu­an­do na­die sab­rá cu­ál fue mi tran­s­g­re­si­ón. De hec­ho, el año pa­sa­do fui re­com­pen­sa­da por mi te­me­ri­dad. Aun­que es­to es un ti­po di­fe­ren­te de cri­men. Si los Vi­gi­lan­tes es­tán en­fa­da­dos con­mi­go y de­ci­den cas­ti­gar­me en la are­na, Pe­eta tam­bi­én pod­ría qu­edar­se at­ra­pa­do en el ata­que. Tal vez fui de­ma­si­ado im­pul­si­va. Aún así… no pu­edo de­cir que la­men­te ha­ber­lo hec­ho.
    Cuando nos re­uni­mos to­dos pa­ra ce­nar, per­ci­bo que las ma­nos de Pe­eta es­tán man­c­ha­das de una am­p­lia va­ri­edad de co­lo­res, in­c­lu­so aun­que su pe­lo aún es­tá hú­me­do del ba­ño.
    Después de to­do, de­be de ha­ber hec­ho al­gu­na for­ma de ca­muf­la­je. Una vez es­tá ser­vi­da la so­pa, Hay­mitch va di­rec­to al asun­to que es­tá en men­te de to­dos.
    Está bi­en, así que ¿có­mo fu­eron vu­es­t­ras se­si­ones pri­va­das?
    Intercambio una mi­ra­da con Pe­eta. De al­gún mo­do no me en­tu­si­as­ma de­ma­si­ado po­ner lo que hi­ce en pa­lab­ras. En la tran­qu­ili­dad del co­me­dor, pa­re­ce de­ma­si­ado ex­t­re­mo.
    Tú pri­me­ro. Le di­go. De­be de ha­ber si­do muy es­pe­ci­al. Tu­ve que es­pe­rar cu­aren­ta mi­nu­tos pa­ra en­t­rar.


    Peeta pa­re­ce es­tar atas­ca­do con la mis­ma re­ti­cen­cia que es­toy ex­pe­ri­men­tan­do yo.
    Bueno, yo… yo hi­ce la co­sa del ca­muf­la­je, co­mo su­ge­ris­te tú, Kat­niss. Va­ci­la. No exac­ta­men­te ca­muf­la­je. Qu­i­ero de­cir, usé los tin­tes. ¿Pa­ra ha­cer qué? Pre­gun­ta Por­tia.
    Pienso en qué ner­vi­osos es­ta­ban los Vi­gi­lan­tes cu­an­do en­t­ré en el gim­na­sio pa­ra mi se­si­ón.
    El olor de los lim­pi­ado­res. La al­fom­b­ra sob­re ese pun­to en el cen­t­ro del gim­na­sio. ¿Era pa­ra ocul­tar al­go que no pu­di­eron lim­pi­ar?
    Pintaste al­go, ¿no? Un cu­ad­ro. ¿Lo vis­te? Pre­gun­ta Pe­eta.
    No. Pe­ro se pre­ocu­pa­ron muc­ho por cub­rir­lo.
    Bueno, eso se­ría nor­mal. No pu­eden de­j­ar que un tri­bu­to se­pa lo que ot­ro hi­zo. Di­ce Ef­fie, des­p­re­ocu­pa­da. ¿Qué pin­tas­te, Pe­eta? Pa­re­ce un po­co llo­ro­sa. ¿Fue un ret­ra­to de Kat­niss? ¿Por qué iba a pin­tar un ret­ra­to mío, Ef­fie? Pre­gun­to, ir­ri­ta­da.
    Para mos­t­rar que va a ha­cer to­do lo que pu­eda pa­ra de­fen­der­te. Eso es lo que to­dos se es­pe­ran en el Ca­pi­to­lio, en cu­al­qu­i­er ca­so. ¿No se pre­sen­tó vo­lun­ta­rio pa­ra ir con­ti­go? Di­ce Ef­fie, co­mo si fu­era la co­sa más ob­via en el mun­do.
    De hec­ho, pin­té un cu­ad­ro de Rue. Di­ce Pe­eta. Tal y co­mo es­ta­ba des­pu­és de que Kat­niss la cub­ri­era de flo­res.
    Hay una lar­ga pa­usa en la me­sa mi­en­t­ras to­dos asi­mi­lan es­to. ¿Y qué pre­ten­dí­as con­se­gu­ir exac­ta­men­te? Hay­mitch pre­gun­ta en una voz muy me­su­ra­da.
    No es­toy se­gu­ro. Só­lo qu­ería ha­cer­los res­pon­sab­les. Di­ce Pe­eta. Por ma­tar a esa ni­ña pe­qu­eña.
    Esto es te­mib­le. Ef­fie su­ena co­mo si es­tu­vi­era a pun­to de llo­rar. Ese ti­po de pen­sa­mi­en­to… es­tá pro­hi­bi­do, Pe­eta. Ab­so­lu­ta­men­te. Só­lo os tra­erás más prob­le­mas pa­ra ti mis­mo y pa­ra Kat­niss.
    Tengo que es­tar de acu­er­do con Ef­fie en es­to. Di­ce Hay­mitch. Por­tia y Cin­na per­ma­ne­cen cal­la­dos, pe­ro sus ros­t­ros es­tán muy se­ri­os. Por su­pu­es­to, ti­enen ra­zón. Pe­ro aun­que me pre­ocu­pa, creo que lo que hi­zo es alu­ci­nan­te.
    Supongo que es­te es un mal mo­men­to pa­ra men­ci­onar que yo ahor­qué a un ma­ni­quí y le pin­té el nom­b­re de Se­ne­ca Cra­ne en­ci­ma. Di­go. Es­to ti­ene el efec­to de­se­ado. Des­pu­és de un mo­men­to de in­c­re­du­li­dad, to­da la de­sap­ro­ba­ci­ón de la sa­la me gol­pea co­mo una to­ne­la­da de lad­ril­los. ¿Tú… ahor­cas­te… a Se­ne­ca Cra­ne? Di­ce Cin­na.
    Sí. Es­ta­ba far­dan­do de mis nu­evas ha­bi­li­da­des pa­ra atar nu­dos, y de al­gu­na for­ma ter­mi­nó al fi­nal del la­zo.
    Vale, Kat­niss. Di­ce Ef­fie en una voz aho­ga­da. ¿Có­mo sa­bí­as si­qu­i­era acer­ca de eso? ¿Es un sec­re­to? El Pre­si­den­te Snow no ac­tuó co­mo si lo fu­era. De hec­ho, pa­re­cía de­se­oso de que lo su­pi­era. Di­go. Ef­fie de­ja la me­sa con la ser­vil­le­ta pre­si­ona­da con­t­ra la ca­ra.
    Ahora he dis­gus­ta­do a Ef­fie. De­bí ha­ber dic­ho que dis­pa­ré unas cu­an­tas flec­has.
    Pensarías que lo te­ní­amos pla­ne­ado. Di­ce Pe­eta, of­re­ci­én­do­me una li­ge­rí­si­ma son­ri­sa. ¿No lo te­ní­a­is? Pre­gun­ta Por­tia. Sus de­dos pre­si­onan sus pár­pa­dos cer­ra­dos co­mo si se es­tu­vi­era pro­te­gi­en­do de una luz muy bril­lan­te.
    No. Di­go, mi­ran­do a Pe­eta con una nu­eva ap­re­ci­aci­ón. Nin­gu­no de los dos sa­bía si­qu­i­era lo que iba a ha­cer an­tes de en­t­rar.
    Y, ¿Hay­mitch? Di­ce Pe­eta. De­ci­di­mos que no qu­ere­mos nin­gún ot­ro ali­ado en la are­na.
    Bien. En­ton­ces no se­ré res­pon­sab­le de que ma­té­is a nin­gu­no de mis ami­gos con vu­es­t­ra es­tu­pi­dez.
    Eso es jus­ta­men­te lo que es­tá­ba­mos pen­san­do. Le di­go yo.
    Terminamos la co­mi­da en si­len­cio, pe­ro cu­an­do nos le­van­ta­mos pa­ra ir a la sa­la, CIn­na me ro­dea con el bra­zo y me da un ap­re­tón.
    Vayamos a ver esas no­tas de en­t­re­na­mi­en­to.
    Nos re­uni­mos al­re­de­dor de la te­le­vi­si­ón y una Ef­fie de oj­os en­ro­j­eci­dos se nos vu­el­ve a unir.
    Aparecen los ros­t­ros de los tri­bu­tos, dis­t­ri­to tras dis­t­ri­to, y sus pun­tu­aci­ones cen­tel­le­an ba­jo sus fo­tos. Del uno al do­ce. Unas no­tas al­tas pre­de­cib­les pa­ra Cas­h­me­re, Gloss, Bru­tus, Eno­ba­ria y Fin­nick. Ba­j­as o me­di­as pa­ra los de­más. ¿Han da­do al­gu­na vez un ce­ro? Pre­gun­to.
    No, pe­ro hay una pri­me­ra vez pa­ra to­do. Res­pon­de Cin­na.
    Y re­sul­ta que ti­ene ra­zón. Por­que cu­an­do Pe­eta y yo sa­ca­mos un do­ce ca­da uno, ha­ce­mos his­to­ria en los Ju­egos del Ham­b­re. Aun­que na­die se si­en­te co­mo pa­ra ce­leb­rar­lo. ¿Por qué lo hi­ci­eron? Pre­gun­to.
    Para que os de­más no ten­gan más op­ci­ón que se­ña­la­ros co­mo obj­eti­vo. Di­ce Hay­mitch con voz ne­ut­ra. Id a la ca­ma. No pu­edo so­por­tar mi­ra­ros a nin­gu­no de los dos.
    Peeta me acom­pa­ña a mi ha­bi­ta­ci­ón en si­len­cio, pe­ro an­tes de que pu­eda de­cir bu­enas noc­hes, lo ro­deo con los bra­zos y apo­yo mi ca­be­za con­t­ra su pec­ho. Sus ma­nos se des­li­zan ha­cia ar­ri­ba por mi es­pal­da y su me­j­il­la des­can­sa con­t­ra mi pe­lo.
    Siento ha­ber pu­es­to pe­or las co­sas. Di­go.
    No pe­or que yo. ¿Por qué lo hi­cis­te, por ci­er­to?
    No lo sé. ¿Pa­ra en­se­ñar­les que soy más que una pi­eza en sus Ju­egos?
    Él se ríe un po­co, sin du­da re­cor­dan­do la noc­he an­tes de los Ju­egos el año pa­sa­do.
    Estábamos en el te­j­ado, nin­gu­no de los dos ca­paz de dor­mir. Pe­eta ha­bía dic­ho en­ton­ces al­go pa­re­ci­do, y yo no ha­bía en­ten­di­do a qué se re­fe­ría. Aho­ra sí.
    Yo tam­bi­én. Me di­ce. Y no es­toy di­ci­en­do que no lo va­ya a in­ten­tar. Lle­var­te a ca­sa, qu­i­ero de­cir. Pe­ro si soy per­fec­ta­men­te sin­ce­ro sob­re de el­lo…
    Si eres per­fec­ta­men­te sin­ce­ro sob­re el­lo, cre­es que el Pre­si­den­te Snow pro­bab­le­men­te les ha­ya da­do ór­de­nes di­rec­tas pa­ra que se ase­gu­ren de que mo­ri­mos en la are­na pa­se lo que pa­se.
    Se me ha pa­sa­do por la ca­be­za.
    También se me ha pa­sa­do a mí por la ca­be­za. Re­pe­ti­da­men­te. Pe­ro aun­que sé que yo nun­ca de­j­aré esa are­na con vi­da, aún al­ber­go la es­pe­ran­za de que Pe­eta lo ha­rá. Des­pu­és de to­do, él no sa­có esas ba­yas, yo lo hi­ce. Na­die ha du­da­do nun­ca de que el de­sa­fío de Pe­eta no es­tu­vi­era mo­ti­va­do por amor. Así que tal vez el Pre­si­den­te Snow pre­fe­ri­rá man­te­ner­lo a él con vi­da, mac­ha­ca­do y con el co­ra­zón ro­to, co­mo un avi­so vi­vi­en­te pa­ra ot­ros.
    Pero in­c­lu­so si eso su­ce­de, to­dos sab­rán que nos fu­imos luc­han­do, ¿ver­dad? Pre­gun­ta Pe­eta.
    Todos lo sab­rán. Res­pon­do. Y por pri­me­ra vez, me dis­tan­cio de la tra­ge­dia per­so­nal que me ha con­su­mi­do des­de que anun­ci­aron el Qu­ell. Re­cu­er­do al an­ci­ano al que le dis­pa­ra­ron en el Dis­t­ri­to 11, y a Bon­nie y Twill, y los ru­mo­res de le­van­ta­mi­en­tos. Sí, to­dos en los dis­t­ri­tos es­ta­rán pen­di­en­tes de mí pa­ra ver có­mo ma­ne­jo es­ta sen­ten­cia de mu­er­te, es­te ac­to fi­nal de la do­mi­na­ci­ón del Pre­si­den­te Snow. Es­ta­rán bus­can­do al­gu­na se­ñal de que sus ba­tal­las no han si­do en va­no. Si pu­edo de­j­ar cla­ro que es­toy de­sa­fi­an­do al Ca­pi­to­lio has­ta el fi­nal, el Ca­pi­to­lio me hab­rá ma­ta­do… pe­ro no a mi es­pí­ri­tu. ¿Qué me­j­or for­ma de dar­les es­pe­ran­za a los re­bel­des?
    Lo más her­mo­so de es­ta idea es que mi de­ci­si­ón de man­te­ner a Pe­eta vi­vo a ex­pen­sas de mi pro­pia vi­da es un ac­to de de­sa­fío en sí mis­mo. Una ne­ga­ti­va a jugar los Ju­egos del Ham­b­re se­gún las reg­las del Ca­pi­to­lio. Mi agen­da pri­va­da en­ca­ja com­p­le­ta­men­te con mi agen­da púb­li­ca. Y si de ver­dad pu­di­era sal­var a Pe­eta… en tér­mi­nos de re­vo­lu­ci­ón, es­to se­ría lo ide­al.
    Porque yo se­ré más va­li­osa es­tan­do mu­er­ta. Pu­eden con­ver­tir­me en al­gún ti­po de már­tir por la ca­usa y pin­tar mi ca­ra en es­tan­dar­tes, y eso ha­rá más pa­ra con­g­re­gar a gen­te que na­da que pu­di­era ha­cer es­tan­do vi­va. Pe­ro Pe­eta se­rá más va­li­oso vi­vo, y trá­gi­co, por­que se­rá ca­paz de con­ver­tir su do­lor en pa­lab­ras que tran­s­for­men a la gen­te.
    Peeta se pon­d­ría fu­ri­oso si su­pi­era que es­ta­ba pen­san­do en na­da de eso, así que me li­mi­to a de­cir:
    Así que ¿qué de­be­rí­amos ha­cer con nu­es­t­ros úl­ti­mos dí­as?
    Yo só­lo qu­i­ero pa­sar­me ca­da po­sib­le mi­nu­to del res­to de mi vi­da con­ti­go. Res­pon­de Pe­eta.
    Ven, en­ton­ces. Di­go, me­ti­én­do­lo en mi ha­bi­ta­ci­ón.
    Se si­en­te co­mo un lu­jo, dor­mir con Pe­eta de nu­evo. No me ha­bía da­do cu­en­ta has­ta aho­ra de qué ne­ce­si­ta­da he es­ta­do de cer­ca­nía hu­ma­na. De sen­tir­lo a él a mi la­do en la os­cu­ri­dad.
    Desearía no ha­ber mal­gas­ta­do el úl­ti­mo par de noc­hes de­j­án­do­lo fu­era. Me hun­do en el su­eño, en­vu­el­ta en su ca­lor, y cu­an­do ab­ro los oj­os de nu­evo, la luz del día en­t­ra por las ven­ta­nas.
    Sin pe­sa­dil­las. Di­ce.
    Sin pe­sa­dil­las. Con­fir­mo. ¿Tú?
    Ninguna. Ha­bía ol­vi­da­do có­mo se si­en­te una noc­he de su­eño de ver­dad.
    Nos qu­eda­mos al­lí acos­ta­dos du­ran­te un ra­to, sin pri­sa por em­pe­zar el día. Ma­ña­na por la noc­he se­rá la en­t­re­vis­ta te­le­vi­sa­da, así que hoy Ef­fie y Hay­mitch de­be­rí­an en­t­re­nar­nos. Más ta­co­nes al­tos y co­men­ta­ri­os sar­cás­ti­cos, pi­en­so. Pe­ro en­ton­ces en­t­ra la chi­ca Avox pe­lir­ro­ja con una no­ta de Ef­fie di­ci­en­do que, da­do nu­es­t­ro re­ci­en­te to­ur, el­la y Hay­mitch es­tán de acu­er­do en que nos ma­ne­j­amos ade­cu­ada­men­te en púb­li­co. Las se­si­ones de en­t­re­na­mi­en­to han si­do can­ce­la­das. ¿De ver­dad? Di­ce Pe­eta, to­man­do la no­ta de mi ma­no y exa­mi­nán­do­la. ¿Sa­bes lo que sig­ni­fi­ca es­to? Ten­d­re­mos to­do el día pa­ra no­sot­ros.
    Qué mal que no po­da­mos ir a nin­gún si­tio. Di­go con nos­tal­gia. ¿Qu­i­én di­ce que no po­da­mos?
    El te­j­ado. Pe­di­mos un mon­tón de co­mi­da, co­ge­mos al­gu­nas man­tas, y va­mos al te­j­ado pa­ra un pic­nic. Un pic­nic de un día com­p­le­to en el jar­dín de flo­res con los tin­ti­ne­os de las cam­pa­nil­las del vi­en­to. Co­me­mos. Nos tum­ba­mos al sol. Ar­ran­co vi­ñas col­gan­tes y uso mi re­ci­en­te­men­te ad­qu­iri­do co­no­ci­mi­en­to del en­t­re­na­mi­en­to pa­ra prac­ti­car nu­dos y te­j­er re­des.
    Peeta me di­bu­ja. Nos in­ven­ta­mos un ju­ego con el cam­po de fu­er­za que ro­dea el te­j­ado­uno de no­sot­ros le lan­za una man­za­na y la ot­ra per­so­na ti­ene que co­ger­la.
    Nadie nos mo­les­ta. Ha­cia el fi­nal de la tar­de, es­toy tum­ba­da con la ca­be­za en el re­ga­zo de Pe­eta, ha­ci­en­do una co­ro­na de flo­res mi­en­t­ras él jugu­etea con mi pe­lo, ale­gan­do que es­tá prac­ti­can­do sus nu­dos. Des­pu­és de un ra­to, sus ma­nos se qu­edan qu­i­etas. ¿Qué? Pre­gun­to.
    Desearía po­der con­ge­lar es­te mo­men­to, jus­to aquí, jus­to aho­ra, y vi­vir en él pa­ra si­em­p­re.
    Normalmente es­te ti­po de co­men­ta­rio, el ti­po que in­si­núa su amor in­mor­tal por mí, me ha­ce sen­tir cul­pab­le y hor­rib­le. Pe­ro me si­en­to tan cá­li­da y re­la­j­ada y tan por en­ci­ma de to­da pre­ocu­pa­ci­ón por un fu­tu­ro que nun­ca ten­d­ré, que de­jo que se es­ca­pe la pa­lab­ra:
    Vale.
    Puedo oír la son­ri­sa en su voz. ¿Enton­ces lo per­mi­ti­rás?
    Lo per­mi­ti­ré.
    Sus de­dos vu­el­ven a mi pe­lo y me ador­mi­lo, pe­ro él me des­pi­er­ta pa­ra ver el atar­de­cer. Es de un bril­lo ama­ril­lo y na­ra­nja es­pec­ta­cu­lar, det­rás del skyli­ne del Ca­pi­to­lio.
    No creí que qu­isi­eras per­dér­te­lo. Di­ce.
    Gracias. Di­go. Por­que pu­edo con­tar con los de­dos el nú­me­ro de atar­de­ce­res que me qu­edan, y no qu­i­ero per­der­me nin­gu­no.
    No ba­j­amos pa­ra re­unir­nos con los de­más pa­ra la ce­na, y na­die su­be a lla­mar­nos.
    Me aleg­ro. Es­toy har­to de po­ner a to­dos a mi al­re­de­dor tan tris­tes. Di­ce Pe­eta.
    Todos llo­ran­do. O Hay­mitch… No ne­ce­si­ta se­gu­ir.
    Nos qu­eda­mos en el te­j­ado has­ta la ho­ra de dor­mir y des­pu­és nos des­li­za­mos si­len­ci­osa­men­te de nu­evo en mi ha­bi­ta­ci­ón sin en­con­t­rar­nos con na­die.
    A la ma­ña­na si­gu­i­en­te, nos des­pi­er­ta mi equ­ipo de pre­pa­ra­ci­ón. Ver­nos a Pe­eta y a mí dur­mi­en­do jun­tos es de­ma­si­ado pa­ra Oc­ta­via, por­que rom­pe a llo­rar de in­me­di­ato.
    Recuerdas lo que nos di­jo Cin­na. Di­ce Ve­nia con fi­ere­za. Oc­ta­via asi­en­te y se va en­t­re sol­lo­zos.
    Peeta ti­ene que vol­ver a su ha­bi­ta­ci­ón pa­ra la pre­pa­ra­ci­ón, y me qu­edo so­la con Ve­nia y Fla­vi­us. La chác­ha­ra usu­al ha si­do sus­pen­di­da. De hec­ho, hay po­ca char­la en ab­so­lu­to, más que pa­ra ha­cer­me al­zar la bar­bil­la o co­men­tar sob­re la téc­ni­ca de ma­qu­il­la­je. Ya ca­si es ho­ra de co­mer cu­an­do si­en­to al­go go­te­an­do sob­re mi hom­b­ro y me gi­ro pa­ra en­con­t­rar­me con Fla­vi­us, que me es­tá re­cor­tan­do el pe­lo con lág­ri­mas si­len­ci­osas que le ru­edan por las me­j­il­las. Ve­nia le di­ri­ge una mi­ra­da pe­net­ran­te, y él de­ja con cu­ida­do las ti­j­eras sob­re la me­sa y se va.
    Después só­lo qu­eda Ve­nia, cu­ya pi­el es­tá tan pá­li­da que sus ta­tu­a­j­es pa­re­ce que es­tán sal­tan­do fu­era de el­la. Ca­si rí­gi­da con de­ter­mi­na­ci­ón, se en­car­ga de mi pe­lo y uñas y ma­qu­il­la­je, sus de­dos vo­lan­do ágil­men­te pa­ra com­pen­sar por la ausen­cia de sus com­pa­ñe­ros de equ­ipo. To­do el ti­em­po evi­ta mi mi­ra­da. Só­lo cu­an­do apa­re­ce Cin­na pa­ra ap­ro­bar­me y de­j­ar que se mar­c­he, el­la me to­ma las ma­nos, me mi­ra di­rec­ta­men­te a los oj­os, y di­ce:
    Todos qu­erí­amos que su­pi­eras qué… pri­vi­le­gio ha si­do el sa­car lo me­j­or de tu apa­ri­en­cia. Des­pu­és sa­le de la sa­la ap­re­su­ra­da­men­te.
    Mi equ­ipo de pre­pa­ra­ci­ón. Mis mas­co­tas ton­tor­ro­nas, su­per­fi­ci­ales y afec­tu­osas, con sus ob­se­si­ones por las plu­mas y las fi­es­tas, ca­si me rom­pen el co­ra­zón con su adi­ós. Es­tá cla­ro por las úl­ti­mas pa­lab­ras de Ve­nia que to­dos sa­be­mos que no voy a vol­ver. ¿Es que to­do el mun­do lo sa­be? Me pre­gun­to. Mi­ro a Cin­na. Él lo sa­be, eso se­gu­ro. Pe­ro tal y co­mo pro­me­tió, no hay pe­lig­ro de lág­ri­mas por su par­te.
    Así que, ¿qué voy a lle­var es­ta noc­he? Pre­gun­to, mi­ran­do la bol­sa de atu­en­dos que con­ti­ene mi ves­ti­do.
    El Pre­si­den­te Snow pu­so la or­den del ves­ti­do en per­so­na. Di­ce Cin­na. De­sab­roc­ha la cre­mal­le­ra de la bol­sa, re­ve­lan­do uno de los ves­ti­dos de bo­da que lle­vé pa­ra la se­si­ón de fo­tos.
    Pesada se­da blan­ca con un es­co­te ba­jo y cin­tu­ra aj­us­ta­da y man­gas que ca­en des­de la mu­ñe­ca has­ta el su­elo. Y per­las. Per­las por to­das par­tes. Pe­ga­das al ves­ti­do y en ca­de­nas en mi gar­gan­ta y for­man­do la co­ro­na pa­ra el ve­lo. In­c­lu­so aun­que anun­ci­aron el Qu­ar­ter Qu­ell la noc­he de la se­si­ón de fo­tos, la gen­te to­da­vía vo­tó por su ves­ti­do fa­vo­ri­to, y es­te fue el ga­na­dor. El pre­si­den­te di­ce que ti­enes que lle­var­lo es­ta noc­he. Nu­es­t­ras obj­eci­ones fu­eron ig­no­ra­das.
    Deslizo un po­co de se­da en­t­re mis de­dos, in­ten­tan­do ave­ri­gu­ar el ra­zo­na­mi­en­to del Pre­si­den­te Snow. Su­pon­go que ya que fui la ma­yor in­f­rac­to­ra, mi do­lor y pér­di­da y hu­mil­la­ci­ón de­ben es­tar ba­jo el fo­co más bril­lan­te. Es­to, pi­en­sa él, lo de­j­ará cla­ro. Es tan bar­bá­ri­co, el pre­si­den­te con­vir­ti­en­do mi ves­ti­do nup­ci­al en mi mor­ta­ja, que el gol­pe ha­ce di­ana, de­j­án­do­me con un do­lor en­tu­me­ci­do den­t­ro.
    Bueno, se­ría una ver­gü­en­za mal­gas­tar un ves­ti­do tan bo­ni­to. Es to­do lo que di­go.
    Cinna me ayu­da con cu­ida­do a en­t­rar en el ves­ti­do. Cu­an­do se asi­en­ta sob­re mis hom­b­ros, es­tos no pu­eden si­no en­co­ger­se qu­e­j­án­do­se. ¿Fue si­em­p­re tan pe­sa­do? Pre­gun­to. Re­cu­er­do que va­ri­os de los ves­ti­dos eran den­sos, pe­ro es­te pa­re­ce pe­sar una to­ne­la­da.
    Tuve que ha­cer va­ri­as le­ves al­te­ra­ci­ones por la luz. Di­ce Cin­na. Asi­en­to, pe­ro no pu­edo ver qué es lo que ti­ene que ver eso con na­da. Me en­ga­la­na con los za­pa­tos y las joyas de per­las y el ve­lo. Re­to­ca mi ma­qu­il­la­je. Me ha­ce an­dar.
    Estás des­lum­b­ran­te. Di­ce. Aho­ra, Kat­niss, por­que es­te cor­pi­ño es­tá tan aj­us­ta­do, no qu­i­ero que le­van­tes los bra­zos por en­ci­ma de la ca­be­za. Bu­eno, no has­ta que des las vu­el­tas, en cu­al­qu­i­er ca­so. ¿Voy a dar vu­el­tas ot­ra vez? Pre­gun­to, pen­san­do en mi ves­ti­do del año pa­sa­do.
    Estoy se­gu­ro de que Ca­esar te lo pe­di­rá. Y si no lo ha­ce, lo su­gi­eres tú mis­ma. Só­lo que no al in­s­tan­te. Re­sér­va­te­lo pa­ra el broc­he fi­nal. Me in­s­t­ru­ye Cin­na.
    Hazme una se­ñal pa­ra que se­pa cu­án­do.
    Muy bi­en. ¿Algún plan pa­ra tu en­t­re­vis­ta? Sé que Hay­mitch os de­jó a los dos a vu­es­t­ro aire.
    No, es­te año voy a im­p­ro­vi­sar. Lo gra­ci­oso es que no es­toy ner­vi­osa en ab­so­lu­to. Y no lo es­toy. A pe­sar de lo muc­ho que me odia el Pre­si­den­te Snow, es­ta audi­en­cia del Ca­pi­to­lio es mía.
    Nos en­con­t­ra­mos con Ef­fie, Hay­mitch, Por­tia y Pe­eta en el as­cen­sor. Pe­eta es­tá en un ele­gan­te es­mo­qu­in con gu­an­tes blan­cos. El ti­po de co­sa que lle­van los no­vi­os pa­ra ca­sar­se, aquí en el Ca­pi­to­lio.
    En ca­sa to­do es muc­ho más sen­cil­lo. La mu­j­er ge­ne­ral­men­te al­qu­ila un ves­ti­do blan­co que ha si­do usa­do ci­en­tos de ve­ces. EL hom­b­re lle­va al­go lim­pio que no se­an ro­pas de mi­na.
    Rellenan al­gu­nos for­mu­la­ri­os en el Edi­fi­cio de Jus­ti­cia y se les asig­na una ca­sa. La fa­mi­lia y los ami­gos se re­únen pa­ra una co­mi­da o un po­co de tar­ta, si se la pu­eden per­mi­tir. In­c­lu­so si no pu­eden, si­em­p­re hay una can­ci­ón tra­di­ci­onal que can­ta­mos mi­en­t­ras la nu­eva pa­re­ja ca­mi­na ba­jo el um­b­ral de su ho­gar. Y te­ne­mos nu­es­t­ra pro­pia ce­re­mo­nia, cu­an­do ha­cen su pri­mer fu­ego, tu­es­tan un po­co de pan, y lo com­par­ten. Tal vez sea an­ti­cu­ado, pe­ro na­die se si­en­te ca­sa­do de ver­dad en el Dis­t­ri­to 12 has­ta des­pu­és del tu­es­te.
    Los ot­ros tri­bu­tos ya se han re­uni­do det­rás del es­ce­na­rio y es­tán hab­lan­do en voz ba­ja, pe­ro cu­an­do lle­ga­mos Pe­eta y yo, se qu­edan cal­la­dos. Me doy cu­en­ta de que to­dos le es­tán lan­zan­do pu­ña­les con los oj­os a mi ves­ti­do de bo­da. ¿Ti­enen ce­los por su bel­le­za? ¿El po­der que tal vez ten­ga pa­ra ma­ni­pu­lar a la mul­ti­tud?
    Finalmente Fin­nick di­ce:
    No me pu­edo cre­er que Cin­na te ha­ya pu­es­to esa co­sa.
    No tu­vo elec­ci­ón. El Pre­si­den­te Snow lo ob­li­gó. Di­go, al­go a la de­fen­si­va. No de­j­aré que na­die cri­ti­que a Cin­na.
    Cashmere se ec­ha at­rás sus flu­idos ri­zos ru­bi­os y es­cu­pe:
    Bueno, ¡te ves ri­dí­cu­la! Co­ge la ma­no de su her­ma­no y lo co­lo­ca en po­si­ci­ón pa­ra gu­i­ar nu­es­t­ra pro­ce­si­ón al es­ce­na­rio. Los ot­ros tri­bu­tos tam­bi­én em­pi­ezan a ali­ne­ar­se. Es­toy con­fun­di­da por­que, aun­que to­dos es­tán en­fa­da­dos, al­gu­nos nos es­tán dan­do pal­ma­das com­pa­si­vas en el hom­b­ro, y Johan­na Ma­son in­c­lu­so se pa­ra a en­de­re­zar mi col­lar de per­las.
    Házselo pa­gar, ¿va­le? Di­ce.
    Asiento, pe­ro no sé a qué se re­fi­ere. No has­ta que to­dos es­ta­mos sen­ta­dos y Ca­esar Flic­ker­man, con la faz y el pe­lo re­sal­ta­dos en co­lor la­van­da es­te año, ha hec­ho su dis­cur­so de aper­tu­ra y los tri­bu­tos em­pi­ezan sus en­t­re­vis­tas. Es­ta es la pri­me­ra vez que me doy cu­en­ta de la pro­fun­di­dad de la tra­ici­ón que si­en­ten los ven­ce­do­res y la fu­ria que la acom­pa­ña. Pe­ro son muy lis­tos, ex­t­ra­or­di­na­ri­amen­te lis­tos sob­re có­mo la pre­sen­tan, por­que to­do vi­ene a re­bo­tar en el go­bi­er­no y el Pre­si­den­te Snow en par­ti­cu­lar. No to­dos. Es­tán los de si­em­p­re, co­mo Bru­tus y Eno­ba­ria, que só­lo es­tán aquí por los Ju­egos, y esos de­ma­si­ado per­p­le­j­os o dro­ga­dos o per­di­dos pa­ra unir­se en el ata­que. Pe­ro hay su­fi­ci­en­tes ven­ce­do­res que to­da­vía ti­enen la sa­ga­ci­dad y el va­lor de sa­lir luc­han­do.
    Cashmere em­pi­eza a ro­dar la pe­lo­ta con un dis­cur­so de có­mo no pu­ede de­j­ar de llo­rar pen­san­do en cu­án­to de­be de es­tar suf­ri­en­do la gen­te del Ca­pi­to­lio por­que van a per­der­nos.
    Gloss re­cu­er­da la ama­bi­li­dad que les mos­t­ra­ron aquí a él y a su her­ma­na. Be­etee cu­es­ti­ona la le­ga­li­dad del Qu­ell con sus ma­ne­ras ner­vi­osas e in­qu­i­etas, pre­gun­tán­do­se si ha si­do to­tal­men­te exa­mi­na­do por ex­per­tos re­ci­en­tes. Fin­nick re­ci­ta un po­ema que es­c­ri­bió pa­ra su amor ver­da­de­ro e el Ca­pi­to­lio, y unas ci­en per­so­nas se des­ma­yan por­que es­tán se­gu­ras de que se re­fi­ere a el­las. Pa­ra cu­an­do sa­le Johan­na, es­tá pre­gun­tan­do si no se pu­ede ha­cer na­da sob­re la si­tu­aci­ón. Se­gu­ra­men­te los cre­ado­res del Qu­ar­ter Qu­ell nun­ca an­ti­ci­pa­ron que se for­ma­ra tan­to amor en­t­re los ven­ce­do­res y el Ca­pi­to­lio. Na­die pod­ría ser tan cru­el co­mo pa­ra cor­tar un vín­cu­lo tan pro­fun­do. Se­eder ru­mia en voz ba­ja sob­re có­mo, en el Dis­t­ri­to 11, to­dos asu­men que el Pre­si­den­te Snow es to­do­po­de­ro­so. Así que si es to­do­po­de­ro­so, ¿por qué no pu­ede cam­bi­ar el Qu­ell? Y Chaff, que vi­ene jus­to en sus ta­lo­nes, in­sis­te en que el pre­si­den­te pod­ría cam­bi­ar el Qu­ell si qu­isi­era, pe­ro que de­be de pen­sar que no le im­por­ta muc­ho a na­die.
    Para cu­an­do soy pre­sen­ta­da, la audi­en­cia es un com­p­le­to de­sas­t­re. La gen­te ha es­ta­do llo­ran­do y des­ma­yán­do­se e in­c­lu­so pi­di­en­do un cam­bio. El ver­me a mí en mi se­do­so ves­ti­do blan­co de no­via prác­ti­ca­men­te pro­vo­ca un mo­tín. No más yo, no más aman­tes im­po­sib­les vi­vi­en­do fe­li­ces pa­ra si­em­p­re, no más bo­da. In­c­lu­so pu­edo ver que la pro­fe­si­ona­li­dad de Ca­esar mu­es­t­ra al­gu­nas fi­su­ras cu­an­do in­ten­ta aqu­i­etar­los pa­ra que yo pu­eda hab­lar, pe­ro mis tres mi­nu­tos es­tán pa­san­do rá­pi­da­men­te.
    Finalmente hay una pa­usa y con­si­gue de­cir:
    Así que Kat­niss, ob­vi­amen­te es­ta es una noc­he muy emo­ti­va pa­ra to­dos. ¿Hay al­go que qu­er­rí­as de­cir?
    Mi voz ti­em­b­la cu­an­do hab­lo.
    Sólo que si­en­to muc­ho que no po­dá­is ir a mi bo­da… pe­ro me aleg­ro de que por lo me­nos po­dá­is ver­me en mi ves­ti­do. ¿No es aca­so… la co­sa más bo­ni­ta? No ten­go que mi­rar a Cin­na en bus­ca de una se­ñal. Sé que es­te es el mo­men­to per­fec­to. Em­pi­ezo a gi­rar len­ta­men­te, al­zan­do las man­gas de mi ves­ti­do nup­ci­al sob­re la ca­be­za.
    Cuando oigo los gri­tos de la muc­he­dum­b­re, creo que es por­que de­bo de es­tar des­lum­b­ran­te. Des­pu­és no­to que al­go se es­tá le­van­tan­do a mi al­re­de­dor. Hu­mo. De fu­ego. No la co­sa ti­ti­lan­te que lle­vé el año pa­sa­do en el car­ru­a­je, si­no al­go muc­ho más re­al que de­vo­ra mi ves­ti­do. Em­pi­ezo a en­t­rar en pá­ni­co cu­an­do el hu­mo se ha­ce más es­pe­so. Pe­da­ci­tos cal­ci­na­dos de se­da blan­ca flo­tan en el aire, y per­las ca­en ha­ci­en­do ru­ido sob­re el es­ce­na­rio. De al­gún mo­do ten­go mi­edo de pa­rar por­que mi car­ne no pa­re­ce es­tar qu­emán­do­se y sé que Cin­na de­be de es­tar det­rás de lo que sea que es­tá su­ce­di­en­do. Así que si­go gi­ran­do y gi­ran­do.
    Durante una frac­ci­ón de se­gun­do aho­go un gri­to, to­tal­men­te cu­bi­er­ta por las ex­t­ra­ñas lla­mas.
    Después, de re­pen­te, el fu­ego ha de­sa­pa­re­ci­do. Me de­ten­go des­pa­cio, pre­gun­tán­do­me si es­toy des­nu­da y por qué Cin­na se las ha ar­reg­la­do pa­ra qu­emar mi ves­ti­do de bo­da.
    Pero no es­toy des­nu­da. Es­toy en un ves­ti­do del di­se­ño exac­to de mi ves­ti­do de bo­da, só­lo que es del co­lor del car­bón y hec­ho de pe­qu­eñas plu­mas. Con cu­ri­osi­dad, le­van­to mis lar­gas y flu­idas man­gas en el aire, y es en­ton­ces cu­an­do me veo en la pan­tal­la de la te­le­vi­si­ón. Ves­ti­da de neg­ro sal­vo por las zo­nas blan­cas en mis man­gas. O de­be­ría de­cir mis alas.
    Porque Cin­na me ha con­ver­ti­do en un sin­sa­jo. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ese cinna es todo un pillo:3

Anónimo dijo...

Cinna es muy inteligente....y tiebe buen gusto para las katnisses :3

Unknown dijo...

waw cina es un genio