‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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jueves, 18 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 19


19


PARTE III



"EL ENEMIGO"

    Damas y ca­bal­le­ros, ¡que em­pi­ecen los Sep­tu­agé­si­mo Qu­in­tos Ju­egos del Ham­b­re! La voz de Cla­udi­us Tem­p­les­mith, el anun­ci­an­te de los Ju­egos del Ham­b­re, at­ru­ena en mis oídos.
    Tengo me­nos de un mi­nu­to pa­ra re­com­po­ner­me. Des­pu­és so­na­rá el gong y los tri­bu­tos se­rán lib­res de sa­lir de sus pla­ta­for­mas me­tá­li­cas. Pe­ro ¿sa­lir adón­de?
    No pu­edo pen­sar con cla­ri­dad. La ima­gen de Cin­na, hec­ho pol­vo y en­san­g­ren­ta­do, me con­su­me. ¿Dón­de es­tá aho­ra? ¿Qué le es­tán ha­ci­en­do? ¿Tor­tu­rán­do­lo? ¿Ma­tán­do­lo? ¿Con­vir­ti­én­do­lo en un Avox? Ob­vi­amen­te su ata­que fue or­qu­es­ta­do pa­ra sa­car­me de mis ca­sil­las, al igu­al que lo fue la pre­sen­cia de Da­ri­us en mis apo­sen­tos. Y sí me ha sa­ca­do de mis ca­sil­las. To­do lo que qu­i­ero ha­cer es der­rum­bar­me sob­re mi pla­ta­for­ma me­tá­li­ca. Pe­ro no pu­edo ha­cer eso des­pu­és de lo que aca­bo de pre­sen­ci­ar. Ten­go que ser fu­er­te. Se lo de­bo a Cin­na, qu­i­en lo ar­ri­es­gó to­do ata­can­do al Pre­si­den­te Snow y con­vir­ti­en­do mi se­da nup­ci­al en un plu­ma­je de sin­sa­jo. Y se lo de­bo a los re­bel­des que, em­b­ra­ve­ci­dos por el ej­em­p­lo de Cin­na, tal vez es­tén luc­han­do pa­ra tra­er aba­jo al Ca­pi­to­lio en es­te mis­mo in­s­tan­te. Mi ne­ga­ti­va a jugar los Ju­egos se­gún las nor­mas del Ca­pi­to­lio va a ser mi úl­ti­mo ac­to de re­be­li­ón. Así que ap­ri­eto los di­en­tes y me fu­er­zo a par­ti­ci­par. ¿Dón­de es­tás? Aún no con­si­go en­ten­der mi en­tor­no. ¿Dón­de es­tás? Me exi­jo una res­pu­es­ta y len­ta­men­te el mun­do se va en­fo­can­do. Agua azul. Ci­elo ro­sa. Un ful­gu­ran­te sol blan­co bril­lan­do con ple­na fu­er­za. Va­le, ahí es­tá la Cor­nu­co­pia, el re­lu­ci­en­te cu­er­no do­ra­do, a unos cu­aren­ta met­ros. Al prin­ci­pio, pa­re­ce es­tar si­tu­ada sob­re una is­la cir­cu­lar. Pe­ro tras un exa­men más ex­ha­us­ti­vo, veo las del­ga­das lí­ne­as de ti­er­ra ra­di­an­do des­de el cír­cu­lo co­mo los ra­di­os de una ru­eda. Pi­en­so que hay unos di­ez o do­ce, y pa­re­cen equ­idis­tan­tes. En­t­re los ra­di­os to­do lo que hay es agua. Agua y un par de tri­bu­tos.
    Eso es to­do, en­ton­ces. Hay do­ce ra­di­os, ca­da uno con dos tri­bu­tos ba­lan­ce­án­do­se sob­re pla­ta­for­mas me­tá­li­cas en­t­re el­los. El ot­ro tri­bu­to en mi por­ci­ón de agua es el vi­e­jo Wo­of del Dis­t­ri­to 8. Es­tá ca­si tan le­j­os a mi de­rec­ha co­mo la ban­da de ti­er­ra a mi iz­qu­i­er­da. Más al­lá del agua, don­de­qu­i­era que mi­res, hay una pla­ya es­t­rec­ha y lu­ego ve­ge­ta­ci­ón den­sa. Le ec­ho un vis­ta­zo al cír­cu­lo de tri­bu­tos, bus­can­do a Pe­eta, pe­ro de­be de es­tar blo­qu­e­ado por la Cor­nu­co­pia.
    Cojo un pu­ña­do de agua y la hu­elo. Des­pu­és to­co la pun­ta de mi de­do hú­me­do con­t­ra mi len­gua. Co­mo sos­pec­ha­ba, es agua sa­la­da. Igu­al que las olas que Pe­eta y yo en­con­t­ra­mos en nu­es­t­ro bre­ve to­ur a la pla­ya del Dis­t­ri­to 4. Pe­ro por lo me­nos pa­re­ce lim­pia.
    No hay bar­cas, no hay cu­er­das, ni si­qu­i­era un po­co de ma­de­ra a la de­ri­va a la que afer­rar­se.
    No, só­lo hay una for­ma de lle­gar a la Cor­nu­co­pia. Cu­an­do su­ena el gong, ni si­qu­i­era va­ci­lo an­tes de ec­har­me al agua a la iz­qu­i­er­da. Es una dis­tan­cia más lar­ga de lo que es­toy acos­tum­b­ra­da, y na­ve­gar las olas re­qu­i­ere al­go más de ha­bi­li­dad que na­dar a tra­vés de mi


    tranquilo la­go en ca­sa, pe­ro mi cu­er­po pa­re­ce ex­t­ra­ña­men­te li­ge­ro y cor­to el agua sin es­fu­er­zo.
    Tal vez sea la sal. Sal­go del agua, chor­re­an­do, a la ban­da de ti­er­ra, y cor­ro por la ex­ten­si­ón are­no­sa ha­cia la Cor­nu­co­pia. No pu­edo ver a na­die más con­ver­gi­en­do por mi la­do, aun­que el cu­er­no do­ra­do blo­qu­ea una bu­ena por­ci­ón de mi cam­po de vi­si­ón. No de­jo que la idea de los ad­ver­sa­ri­os me en­len­tez­ca, sin em­bar­go. Aho­ra es­toy pen­san­do co­mo una Pro­fe­si­onal, y lo pri­me­ro que qu­i­ero es po­ner las ma­nos sob­re un ar­ma.
    El año pa­sa­do, las pro­vi­si­ones es­ta­ban es­par­ci­das a una ci­er­ta dis­tan­cia al­re­de­dor de la Cor­nu­co­pia, con lo más va­li­oso más cer­ca del cu­er­no. Pe­ro es­te año, el bo­tín pa­re­ce es­tar api­la­do en la bo­ca de se­is met­ros de al­to. Mis oj­os se po­san de in­me­di­ato sob­re un ar­co do­ra­do al al­can­ce de mi ma­no y lo ar­ran­co.
    Hay al­gu­i­en det­rás de mí. Me aler­ta, no sé, un su­ave cam­bio en la are­na o tal vez só­lo un cam­bio en las cor­ri­en­tes de aire. Sa­co una flec­ha del car­caj que aún es­tá me­ti­do en la pi­la y pre­pa­ro el ar­co al gi­rar­me.
    Finnick, re­lu­ci­en­te y her­mo­so, es­tá a unos po­cos met­ros de dis­tan­cia, con un tri­den­te pre­pa­ra­do pa­ra ata­car. Una red cu­el­ga de su ot­ra ma­no. Es­tá son­ri­en­do un po­co, pe­ro los mús­cu­los de la par­te su­pe­ri­or de su cu­er­po es­tán rí­gi­dos por la an­ti­ci­pa­ci­ón.
    Tú tam­bi­én pu­edes na­dar. Di­ce. ¿Dón­de ap­ren­dis­te eso en el Dis­t­ri­to Do­ce?
    Tenemos una gran ba­ñe­ra. Res­pon­do.
    Debéis de te­ner­la. Di­ce. ¿Te gus­ta es­ta are­na?
    No par­ti­cu­lar­men­te. Pe­ro a ti de­be­ría gus­tar­te. La de­ben de ha­ber con­s­t­ru­ido es­pe­ci­al­men­te pa­ra ti. Di­go con un de­je de amar­gu­ra. Por lo me­nos así pa­re­ce, con to­da el agua, cu­an­do me apu­es­to que só­lo un pu­ña­do de ven­ce­do­res pu­eden na­dar. Y no ha­bía pis­ci­na en el Cen­t­ro de En­t­re­na­mi­en­to, no ha­bía po­si­bi­li­dad de ap­ren­der. O lle­gas aquí co­mo un na­da­dor o más te va­le ap­ren­der con ra­pi­dez. In­c­lu­so la par­ti­ci­pa­ci­ón en el ba­ño de san­g­re ini­ci­al de­pen­de de ser ca­paz de cub­rir ve­in­te met­ros de agua. Eso le da al Dis­t­ri­to 4 una enor­me ven­ta­ja.
    Por un mo­men­to es­ta­mos con­ge­la­dos, eva­lu­án­do­nos mu­tu­amen­te, nu­es­t­ras ar­mas, nu­es­t­ra ha­bi­li­dad. Des­pu­és, de re­pen­te, Fin­nick son­ríe de ore­ja a ore­ja.
    Qué bi­en que se­amos ali­ados, ¿ver­dad?
    Presintiendo una tram­pa, es­toy a pun­to de sol­tar una flec­ha, con la es­pe­ran­za de que en­cu­en­t­re su co­ra­zón an­tes de que el tri­den­te me en­sar­te, cu­an­do ha­ce un gi­ro de ma­no y al­go en su mu­ñe­ca cap­ta la luz del sol. Es un bra­za­le­te de oro só­li­do con un pat­rón de lla­mas. El mis­mo que re­cu­er­do en la mu­ñe­ca de Hay­mitch en la ma­ña­na que em­pe­cé el en­t­re­na­mi­en­to.
    Brevemente con­si­de­ro que Fin­nick pod­ría ha­ber­lo ro­ba­do pa­ra en­ga­ñar­me, pe­ro de al­gu­na for­ma sé que ese no es el ca­so. Hay­mitch se lo dio. Co­mo una se­ñal pa­ra mí. Una or­den, en re­ali­dad. Pa­ra con­fi­ar en Fin­nick.
    Puedo oír ot­ras pi­sa­das ap­ro­xi­mán­do­se. De­bo de­ci­dir ya. ¡Ver­dad! Es­pe­to, por­que in­c­lu­so aun­que Hay­mitch es mi men­tor y es­tá in­ten­tan­do man­te­ner­me con vi­da, es­to me en­fa­da. ¿Por qué no me di­jo an­tes que ha­bía hec­ho es­te ar­reg­lo? Pro­bab­le­men­te por­que Pe­eta y yo ha­bí­amos des­car­ta­do to­da ali­an­za. Aho­ra Hay­mitch ha es­co­gi­do una él so­li­to. ¡Agác­ha­te! Fin­nick me or­de­na con una voz tan po­de­ro­sa, tan dis­tin­ta de su ha­bi­tu­al ron­ro­neo se­duc­ti­vo, que lo ha­go. Su tri­den­te va sil­ban­do sob­re mi ca­be­za y hay un so­ni­do hor­rib­le de im­pac­to cu­an­do en­cu­en­t­ra su obj­eti­vo. El hom­b­re del Dis­t­ri­to 5, el bor­rac­ho que vo­mi­tó en el su­elo de la luc­ha con es­pa­da, se der­rum­ba sob­re las ro­dil­las mi­en­t­ras Fin­nick li­be­ra el tri­den­te de su pec­ho. No te fí­es del Uno ni del Dos. Di­ce Fin­nick.
    No hay ti­em­po pa­ra cu­es­ti­onar es­to. Li­be­ro el car­caj de flec­has. ¿Ca­da uno to­ma un la­do? Di­go. Asi­en­te, y sal­go dis­pa­ra­da al­re­de­dor de la pi­la. A unos cu­at­ro ra­di­os de dis­tan­cia, Eno­ba­ria y Gloss es­tán lle­gan­do a ti­er­ra. O bi­en son na­da­do­res len­tos, o bi­en pen­sa­ban que tal vez el agua es­tá uni­da a ot­ros pe­lig­ros, al­go muy po­sib­le. A ve­ces no es bu­eno con­si­de­rar muc­has po­si­bi­li­da­des. Pe­ro aho­ra que es­tán en la are­na, es­ta­rán aquí en cu­es­ti­ón de se­gun­dos. ¿Algo útil? Oigo gri­tar a Fin­nick.
    Escaneo rá­pi­da­men­te la pi­la de mi la­do y en­cu­en­t­ro ma­zas, es­pa­das, ar­cos y flec­has, tri­den­tes, cuc­hil­los, lan­zas, hac­has, obj­etos me­tá­li­cos pa­ra los que no ten­go nom­b­re… y na­da más. ¡Armas! Res­pon­do. ¡Só­lo ar­mas!
    Aquí igu­al. Con­fir­ma. ¡Co­ge lo que pu­edas y vá­mo­nos!
    Le dis­pa­ro una flec­ha a Eno­ba­ria, que se ha acer­ca­do de­ma­si­ado, pe­ro la es­tá es­pe­ran­do y vu­el­ve a ti­rar­se al agua an­tes de que en­cu­en­t­re su obj­eti­vo. Gloss no es tan ágil, y le hun­do una flec­ha en la pan­tor­ril­la an­tes de que se lan­ce a las olas. Me lan­zo un ar­co ex­t­ra y un se­gun­do car­caj con flec­has sob­re el cu­er­po, des­li­zo dos cuc­hil­los lar­gos y un pun­zón en mi cin­tu­rón, y me en­cu­en­t­ro con Fin­nick de­lan­te de la pi­la.
    Haz al­go con eso, ¿va­le? Di­ce. Veo a Bru­tus em­bis­ti­en­do con­t­ra no­sot­ros. Su cin­tu­rón es­tá de­sab­roc­ha­do y lo ha ex­ten­di­do en­t­re sus ma­nos co­mo un es­cu­do. Le dis­pa­ro y con­si­gue blo­qu­e­ar la flec­ha con su cin­tu­rón an­tes de que pu­eda en­sar­tar­se en su hí­ga­do. Don­de pin­c­ha el cin­tu­rón, sal­ta un lí­qu­ido púr­pu­ra, cub­ri­én­do­le la ca­ra. Mi­en­t­ras vu­el­vo a car­gar el ar­co, Bru­tus cae al su­elo, ru­eda los es­ca­sos pa­sos que lo se­pa­ran del agua, y se su­mer­ge. Hay un so­ni­do de me­tal ca­yén­do­se det­rás de mí.
    Marchémonos de aquí. Le di­go a Fin­nick.
    Este úl­ti­mo al­ter­ca­do les ha da­do a Eno­ba­ria y Gloss ti­em­po pa­ra al­can­zar la Cor­nu­co­pia.
    Brutus es­tá a dis­tan­cia de ti­ro y en al­gún lu­gar, eso se­gu­ro, Cas­h­me­re tam­bi­én es­tá cer­ca.
    Estos cu­at­ro Pro­fe­si­ona­les clá­si­cos ten­d­rán sin du­da una ali­an­za pre­via. Si tu­vi­era que con­si­de­rar só­lo mi pro­pia se­gu­ri­dad, tal vez qu­er­ría en­f­ren­tar­me a el­los con Fin­nick a mi la­do.
    Pero es en Pe­eta en qu­i­en es­toy pen­san­do. Aho­ra lo veo, aún im­po­ten­te sob­re su pla­ta­for­ma me­tá­li­ca en la cu­ña de agua ca­si di­rec­ta­men­te de­lan­te de la Cor­nu­co­pia. Sal­go cor­ri­en­do y Fin­nick me si­gue sin pre­gun­tas, co­mo si su­pi­era que es­te iba a ser mi si­gu­i­en­te mo­vi­mi­en­to.
    Cuando es­toy tan cer­ca co­mo pu­edo, em­pi­ezo a qu­itar­me cuc­hil­los del cin­tu­rón, pre­pa­rán­do­me pa­ra na­dar pa­ra al­can­zar­lo y de al­gu­na for­ma tra­er­lo aquí.
    Finnick me po­ne una ma­no en el hom­b­ro.
    Yo lo co­ge­ré.
    La sos­pec­ha se des­pi­er­ta en mi in­te­ri­or. ¿Pod­ría es­to no ser más que una es­t­ra­ta­ge­ma? ¿El que Fin­nick se ga­na­ra mi con­fi­an­za y lu­ego na­da­ra a aho­gar a Pe­eta?
    Puedo yo. In­sis­to.
    Pero Fin­nick ha de­j­ado ca­er to­das sus ar­mas al su­elo.
    Mejor no ago­tar­te. No en tu con­di­ci­ón. Di­ce, y se acer­ca y me da una pal­ma­di­ta en el ab­do­men.
    Oh, cla­ro. Se su­po­ne que es­toy em­ba­ra­za­da, pi­en­so. Mi­en­t­ras es­toy in­ten­tan­do pen­sar en lo que eso sig­ni­fi­ca y en có­mo de­be­ría ac­tu­ar­tal vez vo­mi­tar o al­go­Fin­nick se ha po­si­ci­ona­do en el bor­de del agua.
    Cúbreme. Di­ce. De­sa­pa­re­ce con una in­mer­si­ón per­fec­ta.
    Alzo el ar­co, pre­ve­ni­da con­t­ra cu­al­qu­i­er ata­can­te de la Cor­nu­co­pia, pe­ro na­die pa­re­ce in­te­re­sa­do en per­se­gu­ir­nos. Co­mo ha­bía pen­sa­do, Gloss, Cas­h­me­re, Eno­ba­ria y Bru­tus se han re­uni­do, su gru­po ya for­ma­do, es­co­gi­en­do en­t­re las ar­mas. Un re­pa­so rá­pi­do al res­to de la are­na mu­es­t­ra que la ma­yor par­te de los de­más tri­bu­tos to­da­vía es­tán at­ra­pa­dos en sus pla­ta­for­mas. Es­pe­ra, no, hay al­gu­i­en en el ra­dio a mi iz­qu­i­er­da, el opu­es­to a Pe­eta. Es Mags.
    Pero el­la ni se di­ri­ge a la Cor­nu­co­pia ni tra­ta de hu­ir. En vez de eso se lan­za al agua y em­pi­eza a cha­po­te­ar ha­cia mí, su ca­be­za gris ba­lan­ce­án­do­se sob­re las olas. Bu­eno, es vi­e­ja, pe­ro su­pon­go que des­pu­és de oc­hen­ta años vi­vi­en­do en el Dis­t­ri­to 4 es ca­paz de man­te­ner­se a flo­te.
    Finnick ya ha lle­ga­do has­ta Pe­eta y es­tá tra­yén­do­lo de vu­el­ta, un bra­zo cru­zán­do­le el pec­ho mi­en­t­ras el ot­ro los pro­pul­sa a tra­vés del agua con ági­les bra­za­das. Pe­eta se de­ja lle­var sin re­sis­ten­cia. No sé qué es lo que di­jo o hi­zo Fin­nick pa­ra con­ven­cer­lo pa­ra de­j­ar su vi­da en sus ma­nos­tal vez le en­se­ñó el bra­za­le­te. O el ver­me a mí es­pe­ran­do tal vez ha­ya si­do su­fi­ci­en­te.
    Cuando lle­gan a la are­na, ayu­do a ar­ras­t­rar a Pe­eta a ti­er­ra fir­me.
    Hola de nu­evo. Di­ce, y me da un be­so. Te­ne­mos ali­ados.
    Sí. Tal y co­mo pre­ten­día Hay­mitch. Res­pon­do.
    Recuérdamelo, ¿hi­ci­mos tra­tos con al­gu­i­en más? Pre­gun­ta Pe­eta.
    Sólo con Mags, creo. Di­go. Se­ña­lo con un ges­to de ca­be­za a la an­ci­ana que se nos acer­ca ob­s­ti­na­da­men­te.
    Bueno, no pu­edo de­j­ar a Mags at­rás. Di­ce Fin­nick. Es una de las po­cas per­so­nas a las que les gus­to de ver­dad.
    No ten­go prob­le­ma con Mags. Di­go. Es­pe­ci­al­men­te aho­ra que veo la are­na. Sus an­zu­elos son pro­bab­le­men­te nu­es­t­ra me­j­or op­ci­ón pa­ra con­se­gu­ir co­mi­da.
    Katniss la qu­iso des­de el pri­mer día. Di­ce Pe­eta.
    Katniss ti­ene un des­ta­cab­le bu­en ju­icio. Di­ce Fin­nick. Me­te una ma­no en el agua y le­van­ta a Mags co­mo si no pe­sa­ra más que un per­ri­to. El­la ha­ce al­gún co­men­ta­rio que creo que in­c­lu­ye la pa­lab­ra "ba­lan­ceo", y des­pu­és le da una pal­ma­da al cin­tu­rón.
    Mirad, ti­ene ra­zón. Al­gu­i­en lo ave­ri­guó. Fin­nick se­ña­la a Be­etee. Es­tá dan­do ban­da­zos en­t­re las olas pe­ro se las ar­reg­la pa­ra man­te­ner la ca­be­za sob­re el agua. ¿Qué? Di­go.
    Los cin­tu­ro­nes. Son ar­ti­lu­gi­os de flo­ta­ci­ón. Di­ce Fin­nick. Qu­i­ero de­cir, ti­enes que im­pul­sar­te tú mis­mo, pe­ro el­los evi­tan que te aho­gu­es.
    Casi le pi­do a Fin­nick que es­pe­re, que co­ja a Be­etee y Wi­ress y los tra­iga con no­sot­ros, pe­ro Be­etee es­tá tres ra­di­os más al­lá y ni si­qu­i­era pu­edo ver a Wi­ress. Por to­do lo que sé, Fin­nick los ma­ta­ría tan pron­to co­mo hi­zo con el tri­bu­to del 5, así que en vez de eso su­gi­ero que si­ga­mos ade­lan­te. Le en­t­re­go a Pe­eta un ar­co, un car­caj de flec­has y un cuc­hil­lo, man­te­ni­en­do el res­to con­mi­go. Pe­ro Mags me ti­ra de la man­ga y no de­ja de par­lo­te­ar has­ta que le he da­do el pun­zón. Com­p­la­ci­da, ap­ri­eta el man­go en­t­re sus en­cí­as y ex­ti­en­de los bra­zos ha­cia Fin­nick. Él se lan­za la red sob­re el hom­b­ro, co­lo­ca a Mags en­ci­ma, agar­ra con fu­er­za los tri­den­tes en su ma­no lib­re, y cor­re­mos le­j­os de la Cor­nu­co­pia.
    Donde la are­na ter­mi­na, apa­re­ce el bos­que, al­to. No, no es bos­que de ver­dad. Por lo me­nos no del ti­po que yo co­noz­co. Sel­va. La ex­t­ra­ña, ca­si ob­so­le­ta pa­lab­ra me vi­ene a la men­te. Al­go que oí sob­re ot­ros Ju­egos del Ham­b­re o ap­ren­dí de mi pad­re. La ma­yo­ría de los ár­bo­les no me son fa­mi­li­ares, con tron­cos su­aves y po­cas ra­mas. La ti­er­ra es muy neg­ra y es­po­nj­osa ba­jo nu­es­t­ros pi­es, a me­nu­do os­cu­re­ci­da por vi­ñas en­re­da­das con co­lo­ri­dos ca­pul­los. Mi­en­t­ras el sol es ca­li­en­te y ful­gu­ran­te, el aire es cá­li­do y pe­sa­do con la hu­me­dad, y ten­go la im­p­re­si­ón de que nun­ca es­ta­ré se­ca de ver­dad aquí. La del­ga­da te­la azul de mi mo­no de­ja que el agua de mar se eva­po­re con fa­ci­li­dad, pe­ro ya ha em­pe­za­do a pe­gar­se a mí con el su­dor.
    Peeta lle­va la de­lan­te­ra, cor­tan­do a tra­vés de las zo­nas de ve­ge­ta­ci­ón den­sa con su lar­go cuc­hil­lo. Ha­go que Fin­nick va­ya se­gun­do por­que in­c­lu­so aun­que es el más po­de­ro­so, ti­ene sus ma­nos ocu­pa­das con Mags. Ade­más, aun­que él es un hac­ha con ese tri­den­te, esa es un ar­ma me­nos ap­ro­pi­ada pa­ra la jun­g­la que mis flec­has. No pa­sa muc­ho ti­em­po, en­t­re la em­pi­na­da pen­di­en­te y el ca­lor, an­tes de que em­pi­ece a fal­tar­nos el ali­en­to. Sin em­bar­go, Pe­eta y yo nos he­mos es­ta­do en­t­re­nan­do con in­ten­si­dad, y Fin­nick es un es­pé­ci­men fí­si­co tan alu­ci­nan­te que in­c­lu­so con Mags sob­re los hom­b­ros, su­bi­mos rá­pi­da­men­te al­re­de­dor de ki­ló­met­ro y me­dio an­tes de que pi­da un des­can­so. Y aún en­ton­ces creo que es más por el bi­en de Mags que por el su­yo pro­pio.
    El fol­la­je ha es­con­di­do la ru­eda de nu­es­t­ra vis­ta, así que es­ca­lo a un ár­bol con ra­mas go­mo­sas pa­ra ob­te­ner una me­j­or vis­ta. Y des­pu­és de­seo no ha­ber­lo hec­ho.
    Alrededor de la Cor­nu­co­pia, el su­elo pa­re­ce es­tar san­g­ran­do; el agua ti­ene man­c­has púr­pu­ra. Cu­er­pos ya­cen en el su­elo y flo­tan sob­re el mar, pe­ro a es­ta dis­tan­cia, con to­dos ves­ti­dos exac­ta­men­te igu­al, no pu­edo de­cir qu­i­én vi­ve o mu­ere. To­do lo que sé es que al­gu­nas de las fi­gu­ri­tas azu­les to­da­vía pe­le­an. Bu­eno, ¿qué cre­ía? ¿Que la ca­de­na de ma­nos uni­das de los ven­ce­do­res anoc­he re­sul­ta­ría en al­gún ti­po de tre­gua uni­ver­sal en la are­na? No, nun­ca creí eso. Pe­ro su­pon­go que te­nía la es­pe­ran­za de que la gen­te mos­t­ra­ra al­go de… ¿qué? ¿Con­ten­ci­ón? Re­ti­cen­cia, por lo me­nos. An­tes de pa­sar al mo­do ma­sac­re. Y to­dos os co­no­cí­a­is, pi­en­so. Ac­tu­aba­is co­mo ami­gos.
    Sólo ten­go un ami­go de ver­dad aquí. Y no es del Dis­t­ri­to 4.
    Dejo que la dé­bil bri­sa hú­me­da y ca­li­en­te me ref­res­que las me­j­il­las mi­en­t­ras to­mo una de­ci­si­ón. A pe­sar del bra­za­le­te, de­be­ría sim­p­le­men­te ter­mi­nar con eso de una vez con to­das y dis­pa­rar­le a Fin­nick. No hay fu­tu­ro de ver­dad en es­ta ali­an­za. Y es de­ma­si­ado pe­lig­ro­so pa­ra de­j­ar­lo ir. Aho­ra, cu­an­do te­ne­mos es­ta con­fi­an­za ten­ta­ti­va, tal vez sea mi úni­ca opor­tu­ni­dad pa­ra ma­tar­lo. Pod­ría dis­pa­rar­le por la es­pal­da con fa­ci­li­dad mi­en­t­ras an­da­mos. Es des­p­re­ci­ab­le, por su­pu­es­to, pe­ro ¿se­rá más des­p­re­ci­ab­le si es­pe­ro? ¿Si lo co­noz­co me­j­or? ¿Si le de­bo más? No, es­te es el mo­men­to. Mi­ro una úl­ti­ma vez las fi­gu­ras pe­le­án­do­se, el su­elo en­san­g­ren­ta­do, pa­ra for­ta­le­cer mi re­so­lu­ci­ón, y des­pu­és me des­li­zo has­ta el su­elo.
    Pero cu­an­do ater­ri­zo, en­cu­en­t­ro que Fin­nick le ha se­gu­ido el rit­mo a mis pen­sa­mi­en­tos.
    Como si su­pi­era lo que he vis­to y có­mo me hab­rá afec­ta­do. Ti­ene uno de sus tri­den­tes le­van­ta­do en una po­si­ci­ón ca­su­al­men­te de­fen­si­va. ¿Qué es­tá pa­san­do por al­lí aba­jo, Kat­niss? ¿Se han co­gi­do to­dos de las ma­nos? ¿Hec­ho un vo­to de no-vi­olen­cia? ¿Lan­za­do las ar­mas al mar en de­sa­fío al Ca­pi­to­lio? Pre­gun­ta Fin­nick.
    No. Di­go yo.
    No. Re­pi­te Fin­nick. Por­que lo que sea que su­ce­dió en el pa­sa­do es­tá en el pa­sa­do. Y na­die en es­ta are­na fue un ven­ce­dor por su­er­te. Mi­ra a Pe­eta un mo­men­to. Ex­cep­to tal vez Pe­eta.
    Entonces Fin­nick sa­be lo que Hay­mitch y yo sa­be­mos. Sob­re Pe­eta. Que es de ver­dad, en el fon­do, me­j­or que el res­to de no­sot­ros. Fin­nick aca­bó con ese tri­bu­to del 5 sin pes­ta­ñe­ar. ¿Y cu­án­to tar­dé yo en ha­cer­me le­tal? Dis­pa­ré a ma­tar cu­an­do apun­té a Eno­ba­ria y a Gloss y a Bru­tus. Pe­eta por lo me­nos hab­ría in­ten­ta­do ne­go­ci­ar an­tes. A ver si al­gu­na ali­an­za ma­yor era po­sib­le. Pe­ro ¿con qué fin? Fin­nick ti­ene ra­zón. Yo ten­go ra­zón. La gen­te en es­ta are­na no fue co­ro­na­da por su com­pa­si­ón.
    Le sos­ten­go la mi­ra­da, eva­lu­an­do su ve­lo­ci­dad con­t­ra la mía pro­pia. El ti­em­po que me lle­va­rá lan­zar una flec­ha at­ra­ve­sán­do­le el ce­reb­ro ver­sus el ti­em­po que le lle­va­rá a su tri­den­te al­can­zar mi cu­er­po. Pu­edo ver­lo, es­pe­ran­do a que yo ha­ga el pri­mer mo­vi­mi­en­to. Cal­cu­lan­do si de­be­ría blo­qu­e­ar pri­me­ro o ir di­rec­ta­men­te al ata­que. Pu­edo sen­tir que am­bos ya ca­si nos he­mos de­ci­di­do cu­an­do Pe­eta ca­mi­na de­li­be­ra­da­men­te en­t­re los dos.
    Así que ¿cu­án­tos es­tán mu­er­tos? Pre­gun­ta.
    Muévete, idi­ota, pi­en­so. Pe­ro se man­ti­ene plan­ta­do fir­me­men­te en­t­re no­sot­ros.
    Difícil de­cir­lo. Res­pon­do. Por lo me­nos se­is, creo. Y aún es­tán luc­han­do.
    Sigamos mo­vi­én­do­nos. Ne­ce­si­ta­mos agua. Di­ce él.
    Hasta aho­ra no ha ha­bi­do se­ñal de nin­gún ar­ro­yo ni char­ca de agua dul­ce, y el agua sa­la­da no se pu­ede be­ber. De nu­evo, pi­en­so en los úl­ti­mos Ju­egos, en don­de ca­si mo­rí de des­hid­ra­ta­ci­ón.
    Mejor en­con­t­rar al­go pron­to. Di­ce Fin­nick. Ne­ce­si­ta­mos es­tar a cu­bi­er­to cu­an­do los ot­ros ven­gan a ca­zar­nos es­ta noc­he.
    Nosotros. Ca­zar. Ca­zar­nos. Va­le, tal vez ma­tar a Fin­nick se­ría un po­co pre­ma­tu­ro. Has­ta aho­ra ha si­do de ayu­da. Y ti­ene el sel­lo de ap­ro­ba­ci­ón de Hay­mitch. Y ¿qu­i­én sa­be lo que es­con­de­rá la noc­he? Si lo ma­lo pa­sa a pe­or, si­em­p­re pu­edo ma­tar­lo mi­en­t­ras du­er­me. Así que de­jo que pa­se el mo­men­to. Y Fin­nick ha­ce lo mis­mo.
    La ausen­cia de agua in­ten­si­fi­ca mi sed. Me man­ten­go ojo avi­zor mi­en­t­ras se­gu­imos nu­es­t­ra ca­mi­na­ta ha­cia ar­ri­ba, pe­ro sin su­er­te. Des­pu­és de ot­ro ki­ló­met­ro y me­dio, pu­edo ver que la lí­nea de ár­bo­les ter­mi­na y asu­mo que es­ta­mos lle­gan­do a la cum­b­re de la co­li­na.
    Tal vez ten­ga­mos me­j­or su­er­te al ot­ro la­do. En­con­t­rar un ri­ac­hu­elo o al­go.
    Pero no hay ot­ro la­do. Sé es­to an­tes que na­die más, in­c­lu­so aun­que soy la que más le­j­os es­tá de la ci­ma. Mi mi­ra­da cap­ta un cu­ad­ra­do ra­ro vib­ran­do, col­gan­do del aire co­mo un pa­nel com­ba­do de vid­rio. Al prin­ci­pio creo que es el ful­gor del sol o el ca­lor del su­elo. Pe­ro es­tá fi­j­ado en el es­pa­cio, no se mu­eve cu­an­do yo me mu­evo. Y es en­ton­ces cu­an­do co­nec­to el cu­ad­ra­do con Wi­ress y Be­etee en el Cen­t­ro de En­t­re­na­mi­en­to y me doy cu­en­ta de lo que hay an­te no­sot­ros. Mi gri­to de aler­ta es­tá lle­gan­do a mis la­bi­os cu­an­do el cuc­hil­lo de Pe­eta sa­le ha­cia de­lan­te pa­ra cor­tar al­gu­nas vi­ñas.
    Hay un ru­ido eléc­t­ri­co muy fu­er­te. Por un in­s­tan­te, los ár­bo­les de­sa­pa­re­cen y veo es­pa­cio abi­er­to sob­re un cor­to es­t­rec­ho de ti­er­ra des­nu­da. Des­pu­és Pe­eta ha sal­ta­do at­rás des­de el cam­po de fu­er­za, ti­ran­do a Fin­nick y a Mags al su­elo.
    Me ap­re­su­ro ha­cia don­de ya­ce, in­mó­vil sob­re una red de vi­ñas. ¿Pe­eta? Hay un olor su­ave de pe­lo cha­mus­ca­do. Lla­mo su nom­b­re ot­ra vez, sa­cu­di­én­do­lo le­ve­men­te, pe­ro no hay res­pu­es­ta. Mis de­dos tro­pi­ezan sob­re sus la­bi­os, don­de no hay ali­en­to cá­li­do aun­que ha­ce unos in­s­tan­tes es­ta­ba jade­an­do. Pre­si­ono mi ore­ja con­t­ra su pec­ho, sob­re el lu­gar don­de si­em­p­re des­can­so la ca­be­za, son­de sé que oiré el fu­er­te y con­s­tan­te la­ti­do de su co­ra­zón.
    En vez de eso, en­cu­en­t­ro si­len­cio. 

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