‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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martes, 16 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 5


5




    El hom­b­re aca­ba de ca­er­se al su­elo cu­an­do un mu­ro de uni­for­mes blan­cos de agen­tes de la paz blo­qu­ea nu­es­t­ro cam­po de vi­si­ón. Va­ri­os de los sol­da­dos ti­enen ar­mas auto­má­ti­cas su­j­etas de la­do mi­en­t­ras nos em­pu­j­an de vu­el­ta a la pu­er­ta. ¡Ya nos va­mos! Di­ce Pe­eta, em­pu­j­an­do al agen­te de la paz que es­tá ha­ci­en­do pre­si­ón sob­re mí. Lo pil­la­mos, ¿va­le? Va­mos, Kat­niss. Su bra­zo me ro­dea y me gu­ía de vu­el­ta al Edi­fi­cio de Jus­ti­cia. Los agen­tes de la paz nos si­gu­en a uno o dos pa­sos de dis­tan­cia. En cu­an­to es­ta­mos den­t­ro, las pu­er­tas se ci­er­ran y oímos las bo­tas de los agen­tes de la paz mo­ver­se ot­ra vez ha­cia la muc­he­dum­b­re.
    Haymitch, Ef­fie, Por­tia y Cin­na es­pe­ran ba­jo una pan­tal­la lle­na de es­tá­ti­ca que es­tá mon­ta­da sob­re la pa­red, sus ros­t­ros cris­pa­dos por la an­si­edad. ¿Qué ha pa­sa­do? Se acer­ca cor­ri­en­do Ef­fie. Per­di­mos la se­ñal jus­to des­pu­és del pre­ci­oso dis­cur­so de Kat­niss, y des­pu­és Hay­mitch di­jo que le pa­re­ció oír un dis­pa­ro, y yo di­je que eso era ri­dí­cu­lo, pe­ro ¿qu­i­én sa­be? ¡En to­das par­tes hay lu­ná­ti­cos!
    No ha pa­sa­do na­da, Ef­fie. Só­lo pe­tar­deó una ca­mi­one­ta vi­e­ja, eso es to­do. Di­ce Pe­eta con tran­qu­ili­dad.
    Dos dis­pa­ros más. La pu­er­ta no aho­ga muc­ho su so­ni­do. ¿Qu­i­én era ese? ¿La abu­ela de Thresh? ¿Una de las her­ma­nas pe­qu­eñas de Rue?
    Vosotros dos. Con­mi­go. Di­ce Hay­mitch. Pe­eta y yo lo se­gu­imos, de­j­an­do at­rás a los de­más. Los agen­tes de la paz que es­tán es­ta­ci­ona­dos fu­era del Edi­fi­cio de Jus­ti­cia se in­te­re­san po­co por nu­es­t­ros mo­vi­mi­en­tos aho­ra que es­ta­mos a sal­vo en el in­te­ri­or. As­cen­de­mos por una mag­ní­fi­ca es­ca­le­ra de ca­ra­col de már­mol. En la par­te al­ta hay un lar­go pa­sil­lo con una al­fom­b­ra ra­ída en el su­elo. Unas pu­er­tas dob­les es­tán abi­er­tas, dán­do­nos la bi­en­ve­ni­da a la pri­me­ra sa­la que en­con­t­ra­mos. El tec­ho de­be de te­ner se­is met­ros de al­tu­ra. Hay di­se­ños de fru­ta y flo­res gra­ba­dos en las mol­du­ras y ni­ños pe­qu­eños, re­gor­de­tes y con alas nos mi­ran des­de ar­ri­ba, des­de ca­da án­gu­lo. Jar­ro­nes de flo­res des­p­ren­den un olor em­pa­la­go­so que ha­ce que me pi­qu­en los oj­os. Nu­es­t­ra ro­pa de noc­he cu­el­ga de per­c­has con­t­ra la pa­red. Es­te cu­ar­to ha si­do ar­reg­la­do pa­ra uso nu­es­t­ro, pe­ro ape­nas es­ta­mos aquí lo bas­tan­te co­mo pa­ra re­co­ger nu­es­t­ros re­ga­los. Des­pu­és Hay­mitch nos ar­ran­ca los mic­ró­fo­nos del pec­ho, los en­ti­er­ra de­ba­jo del co­j­ín de un so­fá, y nos in­di­ca que le si­ga­mos.
    Por lo que yo sé, Hay­mitch só­lo ha es­ta­do aquí una vez, cu­an­do es­ta­ba en su To­ur de la Vic­to­ria ha­ce dé­ca­das. Pe­ro de­be de te­ner una me­mo­ria im­p­re­si­onan­te o in­s­tin­tos muy fi­ab­les por­que nos gu­ía a tra­vés de un la­be­rin­to de es­ca­le­ras tor­ci­das y pa­sil­los ca­da vez más es­t­rec­hos. A ve­ces ti­ene que pa­rar y for­zar una pu­er­ta. Por el chir­ri­do de pro­tes­ta de los





    goznes pu­edes sa­ber que ha­ce muc­ho ti­em­po des­de la úl­ti­ma vez que fue abi­er­ta. Des­pu­és de un ti­em­po su­bi­mos por una es­ca­le­ra de ma­no has­ta una tram­pil­la. Cu­an­do Hay­mitch la em­pu­ja a un la­do, nos en­con­t­ra­mos en la cú­pu­la del Edi­fi­cio de Jus­ti­cia. Es un lu­gar in­men­so lle­no de mu­eb­les ro­tos, pi­las de lib­ros y cu­ader­nos de con­ta­bi­li­dad, y ar­mas oxi­da­das. La ca­pa de pol­vo que lo cub­re to­do es tan gru­esa que se ve cla­ra­men­te que no ha si­do mo­les­ta­da en años. La luz luc­ha por fil­t­rar­se a tra­vés de cu­at­ro tris­tes ven­ta­nas cu­ad­ra­das si­tu­adas a los la­dos de la cú­pu­la. Hay­mitch le da una pa­ta­da a la tram­pil­la pa­ra que se ci­er­re y se vu­el­ve ha­cia no­sot­ros. ¿Qué ha pa­sa­do? Pre­gun­ta.
    Peeta re­la­ta to­do lo su­ce­di­do en la pla­za. El sil­bi­do, el sa­lu­do, có­mo va­ci­la­mos en la ga­le­ría, el ase­si­na­to del an­ci­ano. ¿Qué es­tá pa­san­do, Hay­mitch?
    Será me­j­or si vi­ene de ti. Me di­ce Hay­mitch.
    No es­toy de acu­er­do. Creo que se­rá ci­en ve­ces pe­or si vi­ene de mí. Pe­ro se lo cu­en­to to­do a Pe­eta con tan­ta cal­ma co­mo pu­edo. Sob­re el Pre­si­den­te Snow, el ner­vi­osis­mo en los dis­t­ri­tos.
    Ni si­qu­i­era omi­to el be­so con Ga­le. Ex­pon­go có­mo to­dos es­ta­mos en pe­lig­ro, có­mo to­do el pa­ís es­tá en pe­lig­ro por mi tru­co con las ba­yas.
    Se su­po­nía que de­bía ar­reg­lar las co­sas en es­te to­ur. Ha­cer cre­er a to­do aqu­el que tu­vi­era du­das que ha­bía ac­tu­ado por amor. Cal­mar las co­sas. Pe­ro ob­vi­amen­te, to­do lo que he hec­ho hoy es con­se­gu­ir que ma­ta­ran a tres per­so­nas, y aho­ra to­dos los de la pla­za se­rán cas­ti­ga­dos. Me en­cu­en­t­ro tan mal que ten­go que sen­tar­me en un so­fá, a pe­sar de los mu­el­les y el rel­le­no ex­pu­es­tos.
    Entonces yo tam­bi­én em­pe­oré las co­sas. Dan­do el di­ne­ro. Di­ce Pe­eta. De re­pen­te gol­pea una lám­pa­ra que es­ta­ba pre­ca­ri­amen­te si­tu­ada sob­re un ca­j­ón y la lan­za al ot­ro la­do de la sa­la, don­de se ha­ce añi­cos con­t­ra el su­elo. Es­to ti­ene que pa­rar. Ya. Es­te… es­te… ju­ego que jugá­is vo­sot­ros dos, don­de os con­tá­is sec­re­ti­tos el uno al ot­ro pe­ro me de­j­á­is fu­era a mí co­mo si fu­era de­ma­si­ado in­t­ran­s­cen­den­te o es­tú­pi­do o dé­bil pa­ra so­por­tar­los.
    No es así, Pe­eta… Em­pi­ezo. ¡Es exac­ta­men­te así! Me gri­ta. ¡Yo tam­bi­én ten­go gen­te que me im­por­ta, Kat­niss!
    Familia y ami­gos en el Dis­t­ri­to Do­ce que es­ta­rán tan mu­er­tos co­mo los tu­yos si no ha­ce­mos bi­en es­to. Así que, des­pu­és de to­do por lo que pa­sa­mos en la are­na, ¿ni si­qu­i­era soy dig­no de que me di­gá­is la ver­dad?
    Siempre eres tan fi­ab­le y tan bu­eno, Pe­eta. Di­ce Hay­mitch. Tan lis­to sob­re có­mo te pre­sen­tas a ti mis­mo an­te las cá­ma­ras. No qu­ería es­t­ro­pe­ar eso.
    Bueno, me has sob­re­es­ti­ma­do. Por­que hoy la fas­ti­dié de ve­ras. ¿Qué cre­es tú que va a pa­sar­les a las fa­mi­li­as de Thresh y de Rue? ¿Cre­es que con­se­gu­irán sus par­tes de nu­es­t­ras ga­nan­ci­as? ¿Cre­es que les he da­do un bril­lan­te fu­tu­ro? ¡Por­que yo creo que ten­d­rán su­er­te si sob­re­vi­ven a es­te día! Pe­eta lan­za ot­ra co­sa por los aires, una es­ta­tua. Nun­ca lo he vis­to así.
    Tiene ra­zón, Hay­mitch. Di­go. Fue un er­ror no con­tár­se­lo. In­c­lu­so al­lá en el Ca­pi­to­lio.
    Incluso en la are­na, vo­sot­ros dos te­ní­a­is tra­ba­j­ado al­gún ti­po de sis­te­ma, ¿ver­dad?
    Pregunta Pe­eta. Aho­ra su voz es­tá más cal­ma­da. Al­go de lo que yo no for­ma­ba par­te.
    No. No ofi­ci­al­men­te. Só­lo que yo po­día de­du­cir qué es lo que Hay­mitch qu­ería que hi­ci­era se­gún lo que en­vi­aba, o no en­vi­aba. Di­go.
    Bueno, yo nun­ca tu­ve esa opor­tu­ni­dad. Por­que nun­ca me en­vió na­da has­ta que apa­re­cis­te tú. Di­ce Pe­eta.
    No he pen­sa­do muc­ho sob­re es­to. Có­mo de­be de ha­ber pa­re­ci­do des­de la per­s­pec­ti­va de Pe­eta cu­an­do apa­re­cí en la are­na ha­bi­en­do re­ci­bi­do me­di­ci­na pa­ra las qu­ema­du­ras y pan mi­en­t­ras que él, que es­ta­ba a las pu­er­tas de la mu­er­te, no ha­bía con­se­gu­ido na­da. Co­mo si Hay­mitch me hu­bi­era es­ta­do man­te­ni­en­do con vi­da a sus ex­pen­sas.
    Mira, chi­co… Em­pi­eza Hay­mitch.
    No te mo­les­tes, Hay­mitch. Sé que te­ní­as que ele­gir a uno de los dos. Y yo hab­ría qu­eri­do que fu­era el­la. Pe­ro es­to es al­go dis­tin­to. Hay gen­te mu­er­ta ahí fu­era. Más les se­gu­irán a no ser que se­amos muy bu­enos. To­dos sa­be­mos que yo soy me­j­or que Kat­niss de­lan­te de las cá­ma­ras. Na­die ti­ene que gu­i­ar­me pa­ra sa­ber qué de­cir. Pe­ro ten­go que sa­ber en qué me es­toy me­ti­en­do. Di­ce Pe­eta.
    De aho­ra en ade­lan­te, es­ta­rás ple­na­men­te in­for­ma­do. Pro­me­te Hay­mitch.
    Más te va­le. Di­ce Pe­eta. Ni si­qu­i­era se mo­les­ta en mi­rar­me an­tes de sa­lir.
    El pol­vo que ha le­van­ta­do flo­ta y bus­ca nu­evos lu­ga­res sob­re los que po­sar­se. Mi pe­lo, mis oj­os, mi bril­lan­te in­sig­nia do­ra­da. ¿Me ele­gis­te, Hay­mitch? Pre­gun­to.
    Sí. ¿Por qué? Te gus­ta más él.
    Eso es ver­dad. Pe­ro re­cu­er­da, has­ta que cam­bi­aron las reg­las, yo só­lo po­día as­pi­rar a sa­car a uno de al­lí con vi­da. Pen­sé que ya que él es­ta­ba de­ci­di­do a pro­te­ger­te, bu­eno, en­t­re los tres, tal vez fu­éra­mos ca­pa­ces de tra­er­te a ca­sa.
    Oh. Es to­do lo que se me ocur­re de­cir.
    Ya ve­rás, las elec­ci­ones que de­be­rás to­mar. Si sob­re­vi­vi­mos a es­to. Di­ce Hay­mitch.
    Aprenderás.
    Bueno, hoy he ap­ren­di­do una co­sa. Es­te lu­gar no es una ver­si­ón más gran­de del Dis­t­ri­to 12.
    Nuestra val­la no es­tá vi­gi­la­da y ra­ra vez es­tá car­ga­da. Nu­es­t­ros agen­tes de la paz no son bi­en re­ci­bi­dos pe­ro son me­nos bru­ta­les. Nu­es­t­ros apu­ros sus­ci­tan más can­san­cio que fu­ria. Aquí en el 11, suf­ren con más agu­de­za y si­en­ten más de­ses­pe­ra­ci­ón. El Pre­si­den­te Snow ti­ene ra­zón.
    Una chis­pa pod­ría ser su­fi­ci­en­te pa­ra in­cen­di­ar­los.
    Todo es­tá pa­san­do de­ma­si­ado rá­pi­do pa­ra que pu­eda pro­ce­sar­lo. El avi­so, los dis­pa­ros, el re­co­no­ci­mi­en­to de que qu­izás ha­ya pu­es­to en mo­vi­mi­en­to al­go de gran­des con­se­cu­en­ci­as.
    Todo el asun­to es tan im­p­ro­bab­le. Y se­ría una co­sa si hu­bi­era pla­ne­ado re­mo­ver las co­sas, pe­ro da­das las cir­cun­s­tan­ci­as… ¿có­mo de­mo­ni­os ca­usé tan­tos prob­le­mas?
    Vamos. Te­ne­mos una ce­na a la que asis­tir. Di­ce Hay­mitch.
    Me qu­edo en la duc­ha tan­to co­mo me lo per­mi­ten an­tes de te­ner que sa­lir pa­ra que me ar­reg­len. El equ­ipo de pre­pa­ra­ci­ón pa­re­ce ig­no­ran­te de los even­tos del día. To­dos es­tán ex­ci­ta­dos por la ce­na. En los dis­t­ri­tos son lo bas­tan­te im­por­tan­tes co­mo pa­ra asis­tir, mi­en­t­ras que en el Ca­pi­to­lio ca­si nun­ca con­si­gu­en in­vi­ta­ci­ones pa­ra fi­es­tas de pres­ti­gio. Mi­en­t­ras tra­tan de pre­de­cir qué pla­tos se ser­vi­rán, no de­jo de ver có­mo le des­t­ro­zan la ca­be­za al an­ci­ano. Ni si­qu­i­era pres­to aten­ci­ón a lo que na­die me es­tá ha­ci­en­do has­ta que es­toy a pun­to de sa­lir y me veo en el es­pe­jo. Un ves­ti­do sin ti­ras ro­sa pá­li­do me ro­za los za­pa­tos. Mi pe­lo es­tá apar­ta­do del ros­t­ro y ca­yen­do por mi es­pal­da en una cas­ca­da de ti­ra­bu­zo­nes.
    Cinna lle­ga des­de at­rás y me co­lo­ca un re­lu­ci­en­te chal pla­te­ado al­re­de­dor de los hom­b­ros.
    Se en­cu­en­t­ra con mi mi­ra­da en el es­pe­jo. ¿Te gus­ta?
    Es pre­ci­oso. Co­mo si­em­p­re.
    Veamos qué tal qu­eda con una son­ri­sa. Di­ce amab­le­men­te. Es su re­cor­da­to­rio de que en un mi­nu­to hab­rá ot­ra vez cá­ma­ras. Con­si­go al­zar las co­mi­su­ras de los la­bi­os. Al­lá va­mos.
    Cuando nos jun­ta­mos to­dos pa­ra ba­j­ar a ce­nar, me doy cu­en­ta de que Ef­fie no sa­be na­da.
    Está cla­ro que Hay­mitch no le ha dic­ho lo que pa­só en la pla­za. No me sor­p­ren­de­ría que Cin­na y Por­tia lo su­pi­eran, pe­ro pa­re­ce ha­ber un acu­er­do no hab­la­do de de­j­ar a Ef­fie fu­era de las ma­las no­ti­ci­as. Aun­que no se tar­da muc­ho en oír acer­ca del prob­le­ma.
    Effie re­pa­sa el ho­ra­rio de la noc­he, lu­ego lo lan­za a un la­do.
    Y des­pu­és, me­nos mal, po­de­mos su­bir a ese tren y sa­lir de aquí. Di­ce. ¿Pa­sa al­go ma­lo, Ef­fie? Pre­gun­ta Cin­na.
    No me gus­ta la for­ma en que he­mos si­do tra­ta­dos. Me­ti­dos en ca­mi­one­tas y apar­ta­dos de la pla­ta­for­ma. Y des­pu­és, ha­ce co­sa de una ho­ra, de­ci­dí sa­lir a mi­rar al­re­de­dor del Edi­fi­cio de Jus­ti­cia. Soy al­go así co­mo una ex­per­ta en di­se­ño ar­qu­itec­tó­ni­co, sa­bes. Di­ce el­la.
    Oh, sí, lo he oído. Di­ce Por­tia an­tes de que la pa­usa se ha­ga de­ma­si­ado lar­ga.
    Así que, só­lo es­ta­ba ec­han­do un vis­ta­zo por ahí por­que las ru­inas de dis­t­ri­tos van a ser el úl­ti­mo gri­to es­te año, cu­an­do apa­re­ci­eron dos agen­tes de la paz y me or­de­na­ron vol­ver a nu­es­t­ros apo­sen­tos. ¡Uno de el­los in­c­lu­so me em­pu­jó con su pis­to­la! Di­ce Ef­fie.
    No pu­edo evi­tar pen­sar que es­te es el re­sul­ta­do di­rec­to de la de­sa­pa­ri­ci­ón de Hay­mitch, Pe­eta y mía an­tes du­ran­te el día. Es al­go re­con­for­tan­te, sin em­bar­go, pen­sar que Hay­mitch tal vez ha­ya te­ni­do ra­zón. Que na­die es­ta­ría mo­ni­to­ri­zan­do la cú­pu­la pol­vo­ri­en­ta don­de hab­la­mos. Aun­que me apu­es­to a que aho­ra sí lo ha­cen.
    Effie pa­re­ce tan dis­gus­ta­da que la ab­ra­zo es­pon­tá­ne­amen­te.
    Eso es hor­rib­le, Ef­fie. Tal vez no de­bi­éra­mos ir a la ce­na des­pu­és de to­do. Por lo me­nos has­ta que se dis­cul­pa­ran. Sé que nun­ca es­ta­rá de acu­er­do con es­to, pe­ro se ani­ma con­si­de­rab­le­men­te an­te la su­ge­ren­cia, an­te la va­li­da­ci­ón de su qu­e­ja.
    No, lo so­por­ta­ré. Es par­te de mi tra­ba­jo li­di­ar con los pun­tos al­tos y los ba­j­os. Y no po­de­mos de­j­ar que vo­sot­ros dos os per­dá­is la ce­na. Pe­ro gra­ci­as por el of­re­ci­mi­en­to, Kat­niss.
    Effie nos or­de­na en for­ma­ci­ón pa­ra nu­es­t­ra en­t­ra­da. Pri­me­ro los equ­ipos de pre­pa­ra­ci­ón, des­pu­és el­la, los es­ti­lis­tas, Hay­mitch. Pe­eta y yo, por su­pu­es­to, ocu­pa­mos la re­ta­gu­ar­dia.
    En al­gún pun­to por de­ba­jo de no­sot­ros, mú­si­cos em­pi­ezan a to­car. Cu­an­do la pri­me­ra on­da de nu­es­t­ra pe­qu­eña pro­ce­si­ón em­pi­eza a ba­j­ar los es­ca­lo­nes, Pe­eta y yo nos da­mos la ma­no.
    Haymitch di­ce que hi­ce mal en gri­tar­te. Que tú só­lo ope­ra­bas ba­jo sus in­s­t­ruc­ci­ones.
    Dice Pe­eta. Y no es co­mo si yo no te hu­bi­era ocul­ta­do co­sas en el pa­sa­do.
    Recuerdo el shock que ha­bía su­pu­es­to oír a Pe­eta con­fe­sar su amor por mí de­lan­te de to­do Pa­nem. Hay­mitch ha­bía sa­bi­do acer­ca de eso y no me lo ha­bía dic­ho.
    Creo que yo tam­bi­én rom­pí unas cu­an­tas co­sas des­pu­és de esa en­t­re­vis­ta.
    Sólo una ur­na. Di­ce él.
    Y tus ma­nos. Aun­que ya no ti­ene sen­ti­do, ¿ver­dad? ¿No ser sin­ce­ros el uno con el ot­ro?
    No ti­ene sen­ti­do. Di­ce Pe­eta. Es­ta­mos de pie en la par­te al­ta de las es­ca­le­ras, dán­do­le a Hay­mitch una ven­ta­ja de qu­in­ce pa­sos tal y co­mo in­di­có Ef­fie. ¿De ver­dad fue esa la úni­ca vez que be­sas­te a Ga­le?
    Estoy tan sor­p­ren­di­da que res­pon­do.
    Sí. Con to­do lo que ha pa­sa­do hoy, ¿de ver­dad lo es­ta­ba re­con­co­mi­en­do esa pre­gun­ta?
    Esos son qu­in­ce. Ha­gá­mos­lo. Di­ce.
    Una luz nos gol­pea, y pon­go la son­ri­sa más bril­lan­te que pu­edo.
    Bajamos los es­ca­lo­nes y so­mos ab­sor­bi­dos por lo que se con­vi­er­te en una ron­da in­dis­tin­gu­ib­le de ce­nas, ce­re­mo­ni­as, y vi­a­j­es en tren. Ca­da día es lo mis­mo. Des­per­tar­se.
    Vestirse. Con­du­cir en­t­re muc­he­dum­b­res que nos ac­la­man. Es­cuc­har el dis­cur­so en nu­es­t­ro ho­nor. Dar un dis­cur­so de ag­ra­de­ci­mi­en­to en res­pu­es­ta, pe­ro só­lo el que nos dio el Ca­pi­to­lio, aho­ra nun­ca aña­di­dos per­so­na­les. A ve­ces un bre­ve to­ur: un vis­ta­zo al mar en un dis­t­ri­to, al­tos bos­qu­es en ot­ro, fe­as fáb­ri­cas, cam­pos de tri­go, re­fi­ne­rí­as ma­lo­li­en­tes. Ves­tir­se con ro­pa de noc­he. Acu­dir a la ce­na. Tren.
    Durante las ce­re­mo­ni­as, so­mos so­lem­nes y res­pe­tu­osos pe­ro si­em­p­re uni­dos, por nu­es­t­ras ma­nos, nu­es­t­ros bra­zos. En las ce­nas, es­ta­mos al bor­de del de­li­rio por nu­es­t­ro mu­tuo amor.
    Nos be­sa­mos, ba­ila­mos, nos pil­lan in­ten­tan­do es­ca­par­nos pa­ra es­tar a so­las. En el tren, nos sen­ti­mos si­len­ci­osa­men­te mi­se­rab­les mi­en­t­ras in­ten­ta­mos eva­lu­ar el efec­to que es­ta­mos te­ni­en­do.
    Incluso con nu­es­t­ros dis­cur­sos per­so­na­les pa­ra ap­la­car el des­con­ten­to­es in­ne­ce­sa­rio de­cir que los que pro­nun­ci­amos en el Dis­t­ri­to 11 fu­eron edi­ta­dos an­tes de que el even­to fu­era emi­ti­do en te­le­vi­si­ón­pu­edes sen­tir al­go en el aire, el mur­mul­lo de la ebul­li­ci­ón en una po­ta a pun­to de des­bor­dar­se. No en to­das par­tes. Al­gu­nas mul­ti­tu­des ti­enen ese aire de ga­na­do fa­ti­ga­do que sé que el Dis­t­ri­to 12 su­ele pro­yec­tar en las ce­re­mo­ni­as de los ven­ce­do­res. Pe­ro en ot­ros­par­ti­cu­lar­men­te el 8, el 4 y el 3hay una ge­nu­ina eufo­ria en los ros­t­ros de la gen­te cu­an­do nos ve y, ba­jo la eufo­ria, fu­ria. Cu­an­do gri­tan mi nom­b­re, es más un gri­to de ven­gan­za que una ac­la­ma­ci­ón. Cu­an­do los agen­tes de la paz se acer­can pa­ra cal­mar a una muc­he­dum­b­re in­dis­cip­li­na­da, es­ta les de­vu­el­ve el em­pu­j­ón en vez de ret­ra­er­se. Y en­ton­ces sé que no hay na­da que yo hu­bi­era po­di­do ha­cer jamás pa­ra cam­bi­ar es­to. Nin­gu­na mu­es­t­ra de amor, aun­que cre­íb­le, cam­bi­aría es­ta ma­rea. Si el que al­za­ra esas ba­yas fue un ac­to de lo­cu­ra pa­sa­j­era, en­ton­ces es­ta gen­te tam­bi­én ab­ra­za­rá la lo­cu­ra.
    Cinna em­pi­eza a re­co­ger mi ro­pa al­re­de­dor de la cin­tu­ra. El equ­ipo de pre­pa­ra­ci­ón se vu­el­ve lo­co por los cír­cu­los de­ba­jo de mis oj­os. Ef­fie em­pi­eza a dar­me pas­til­las pa­ra dor­mir, pe­ro no fun­ci­onan. No lo bas­tan­te bi­en. Só­lo me du­er­mo pa­ra des­per­tar­me a pe­sa­dil­las que han in­c­re­men­ta­do en nú­me­ro e in­ten­si­dad. Pe­eta, que se pa­sa una gran par­te de la noc­he va­gan­do por el tren, me oye gri­tar mi­en­t­ras luc­ho por sa­lir del atur­di­mi­en­to de la dro­ga que só­lo pro­lon­ga los hor­rib­les su­eños. Él con­si­gue des­per­tar­me y tran­qu­ili­zar­me. Des­pu­és se su­be a la ca­ma pa­ra sos­te­ner­me has­ta que vu­el­vo a dor­mir­me. Des­pu­és de eso, rec­ha­zo las pas­til­las.
    Pero ca­da noc­he lo de­jo en­t­rar en mi ca­ma. So­por­ta­mos la os­cu­ri­dad tal y co­mo lo ha­cí­amos en la are­na, en­vu­el­tos en los bra­zos del ot­ro, pro­te­gi­én­do­nos de pe­lig­ros que pu­eden des­cen­der en cu­al­qu­i­er mo­men­to. No pa­sa na­da más, pe­ro nu­es­t­ro ar­reg­lo rá­pi­da­men­te se con­vi­er­te en obj­eto de co­til­leo en el tren.
    Cuando Ef­fie me lo men­ci­ona, pi­en­so, Bi­en. Tal vez le lle­gue al Pre­si­den­te Snow. Le di­go que ha­re­mos un es­fu­er­zo por ser más dis­c­re­tos, pe­ro no lo ha­ce­mos.
    Las con­se­cu­ti­vas apa­ri­ci­ones en el 2 y el 1 son su pro­pia cla­se de hor­rib­les. Ca­to y Clo­ve, los tri­bu­tos del Dis­t­ri­to 2, tal vez hu­bi­eran lle­ga­do am­bos a ca­sa si Pe­eta y yo no lo hu­bi­éra­mos hec­ho. Yo ma­té per­so­nal­men­te a la chi­ca, Glim­mer, y al chi­co del Dis­t­ri­to 1. Mi­en­t­ras in­ten­to evi­tar mi­rar a su fa­mi­lia, me en­te­ro de que su nom­b­re era Mar­vel. ¿Có­mo es que nun­ca lo su­pe? Su­pon­go que an­tes de los Ju­egos no pres­té aten­ci­ón, y des­pu­és no lo qu­ise sa­ber.
    Para cu­an­do lle­ga­mos al Ca­pi­to­lio, es­ta­mos de­ses­pe­ra­dos. Ha­ce­mos apa­ri­ci­ones in­ter­mi­nab­les an­te muc­he­dum­b­res ado­ra­do­ras. No hay pe­lig­ro de un le­van­ta­mi­en­to aquí en­t­re los pri­vi­le­gi­ados, en­t­re aqu­el­los cu­yos nom­b­res nun­ca se in­t­ro­du­cen en las bo­las de la co­sec­ha, aqu­el­los cu­yos hi­j­os nun­ca mu­eren por su­pu­es­tos crí­me­nes co­me­ti­dos ha­ce ge­ne­ra­ci­ones. No ne­ce­si­ta­mos con­ven­cer a na­die en el Ca­pi­to­lio de nu­es­t­ro amor, pe­ro nos afer­ra­mos a la dé­bil es­pe­ran­za de que aún po­de­mos lle­gar­les a al­gu­nos de los que no pu­di­mos con­ven­cer en los dis­t­ri­tos. Lo que qu­i­era que ha­ga­mos pa­re­ce de­ma­si­ado po­co, de­ma­si­ado tar­de.
    De vu­el­ta en nu­es­t­ras ha­bi­ta­ci­ones en el Cen­t­ro de En­t­re­na­mi­en­to, yo soy la que su­gi­ere la pro­po­si­ci­ón púb­li­ca de mat­ri­mo­nio. Pe­eta ac­ce­de a ha­cer­lo pe­ro lu­ego de­sa­pa­re­ce en su ha­bi­ta­ci­ón du­ran­te muc­ho ti­em­po. Hay­mitch me di­ce que lo de­je so­lo.
    Creí que lo qu­ería, de to­das for­mas. Di­go.
    No así. Di­ce Hay­mitch. Él qu­ería que fu­era re­al.
    Vuelvo a mi ha­bi­ta­ci­ón y me acu­es­to de­ba­jo de las man­tas, in­ten­tan­do no pen­sar en Ga­le y no pen­san­do en ot­ra co­sa.
    Esa noc­he, en el es­ce­na­rio de­lan­te del Cen­t­ro de En­t­re­na­mi­en­to, bal­bu­ce­amos co­mo po­de­mos nu­es­t­ras res­pu­es­tas a una lis­ta de pre­gun­tas. Ca­esar Flic­ker­man, en su bril­lan­te tra­je azul me­di­anoc­he, su pe­lo, pár­pa­dos y la­bi­os aún te­ñi­dos de azul pas­tel, nos gu­ía sin fal­los en la en­t­re­vis­ta. Cu­an­do nos pre­gun­ta sob­re el fu­tu­ro, Pe­eta se co­lo­ca sob­re una ro­dil­la, ab­re su co­ra­zón, y me sup­li­ca que me ca­se con él. Yo, por su­pu­es­to, acep­to. Ca­esar es­tá fu­era de sí, la audi­en­cia del Ca­pi­to­lio es­tá his­té­ri­ca, pla­nos de muc­he­dum­b­res por to­do Pa­nem mu­es­t­ran un pa­ís lo­co de fe­li­ci­dad.
    El Pre­si­den­te Snow en per­so­na nos ha­ce una vi­si­ta sor­p­re­sa pa­ra fe­li­ci­tar­nos. Le da la ma­no a Pe­eta y le da una pal­ma­di­ta ap­ro­ba­do­ra en el hom­b­ro. A mí me ab­ra­za, en­vol­vi­én­do­me en el olor a san­g­re y ro­sas, y plan­ta un be­so hin­c­ha­do en mi me­j­il­la. Cu­an­do se apar­ta, sus de­dos cla­ván­do­se en mis bra­zos, su ca­ra son­ri­en­do a la mía, me at­re­vo a al­zar las ce­j­as. El­las pre­gun­tan lo que mis la­bi­os no pu­eden. ¿Lo hi­ce? ¿Fue su­fi­ci­en­te? ¿Fue el re­nun­ci­ar a to­do por ti, se­gu­ir el ju­ego, pro­me­ter ca­sar­me con Pe­eta, su­fi­ci­en­te?
    Como res­pu­es­ta, sa­cu­de la ca­be­za ca­si im­per­cep­tib­le­men­te.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

cada vez mas interesante :3

Anónimo dijo...

No lo puedo creer...... o por Dios..... que emocion!!!..... este es el momento que e estado esperando desde que empese el libro

Anónimo dijo...

Este es uno de mis preferidos me encanta la parte....
cada noche lo dejo entrar en mi cama. Soportamos la oscuridad tal y como lo ha­cí­amos en la arena, envueltos en los brazos del otro, pro­te­gi­én­do­nos de peligros que pueden descender en cu­al­qu­i­er momento.