‎- Es la hora. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos van a comenzar. Los tributos deben salir a la Arena y luchar por sobrevivir. Ganar significa Fama y riqueza, perder significa la muerte segura...

¡Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!

Fragmento de Sinsajo


Hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
Recuesta tu cabeza y cierra tus adormilados ojos
Y cuando los abras de nuevo, el sol estará en el cielo.
Aquí es seguro, aquí es cálido
Aquí las margaritas te protegen de cualquier daño
Aquí tus sueños son dulces y mañana se harán realidad
Y mi amor por ti aquí perdurará.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

En Llamas/Capitulo 7


7



    Una bol­sa de cu­ero lle­na de co­mi­da y un ter­mo de té ca­li­en­te. Un par de gu­an­tes de pi­el que de­jó at­rás Cin­na. Tres ra­mi­tas, ro­tas de los ár­bo­les des­nu­dos, sob­re la ni­eve, se­ña­lan­do en la di­rec­ci­ón en que vi­a­j­aré. Es­to es lo que de­jo pa­ra Ga­le en nu­es­t­ro lu­gar de en­cu­en­t­ro ha­bi­tu­al el pri­mer do­min­go des­pu­és del Fes­ti­val de la Co­sec­ha.
    He se­gu­ido ade­lan­te a tra­vés del frío, del bos­que bru­mo­so, ab­ri­en­do un ca­mi­no que no le re­sul­ta­rá fa­mi­li­ar a Ga­le pe­ro que les re­sul­ta fá­cil de en­con­t­rar a mis pi­es. Lle­va al la­go. Ya no con­fío en que nu­es­t­ro pun­to de en­cu­en­t­ro ha­bi­tu­al of­rez­ca pri­va­ci­dad, y ne­ce­si­to eso y más pa­ra con­tár­se­lo to­do a Ga­le hoy. ¿Pe­ro ven­d­rá él si­qu­i­era? Si no vi­ene, no ten­d­ré más re­me­dio que ar­ri­es­gar­me a ir a su ca­sa en me­dio de la noc­he. Hay co­sas que ti­ene que sa­ber… co­sas que ne­ce­si­to que me ayu­de a ave­ri­gu­ar…
    Una vez com­p­ren­dí las im­p­li­ca­ci­ones de lo que es­ta­ba vi­en­do en la te­le­vi­si­ón del Al­cal­de Un­der­see, fui a la pu­er­ta y em­pe­cé a ba­j­ar por el pa­sil­lo. Jus­to a ti­em­po, tam­bi­én, por­que el al­cal­de su­bió las es­ca­le­ras in­s­tan­tes des­pu­és. Lo sa­lu­dé. ¿Bus­can­do a Mad­ge? Di­jo ami­gab­le­men­te.
    Sí. Qu­i­ero en­se­ñar­le mi ves­ti­do. Di­je.
    Bueno, ya sa­bes dón­de en­con­t­rar­la. Jus­to en­ton­ces, ot­ra ron­da de pi­ti­dos lle­gó des­de su es­tu­dio. Su ex­p­re­si­ón se ag­ra­vó. Dis­cúl­pa­me. Di­jo. En­t­ró en su es­tu­dio y cer­ró la pu­er­ta con cu­ida­do.
    Esperé en el pa­sil­lo has­ta que me tran­qu­ili­cé. Me re­cor­dé que de­bía ac­tu­ar con na­tu­ra­li­dad.
    Después en­con­t­ré a Mad­ge en su cu­ar­to, sen­ta­da an­te su to­ca­dor, ce­pil­lán­do­se el pe­lo ru­bio on­du­la­do an­te el es­pe­jo. Lle­va­ba el mis­mo bo­ni­to ves­ti­do blan­co que se ha­bía pu­es­to el día de la co­sec­ha. Vio mi ref­le­jo det­rás de sí y son­rió.
    Mírate. Co­mo si hu­bi­eras ve­ni­do di­rec­ta de las cal­les del Ca­pi­to­lio.
    Me acer­qué. Mis de­dos to­ca­ron el sin­sa­jo.
    Incluso mi in­sig­nia aho­ra. Los sin­sa­j­os ca­usan fu­ror en el Ca­pi­to­lio, gra­ci­as a ti. ¿Estás se­gu­ra de que no lo qu­i­eres de vu­el­ta? Pre­gun­té.
    No se­as ton­ta. Fue un re­ga­lo. Di­jo Mad­ge. Se re­co­gió el pe­lo en un fes­ti­vo la­zo do­ra­do. ¿Dón­de lo con­se­gu­is­te, de to­dos mo­dos? Pre­gun­té.
    Era de mi tía. Di­jo. Pe­ro me pa­re­ce que ha es­ta­do en la fa­mi­lia muc­ho ti­em­po.





    Es una cu­ri­osa elec­ci­ón, un sin­sa­jo. Di­je yo. Qu­i­ero de­cir, por lo que pa­só en la re­be­li­ón. Con los char­la­j­os ha­ci­en­do que le sa­li­era el ti­ro por la cu­la­ta al Ca­pi­to­lio, y to­do eso.
    Los char­la­j­os eran mu­ta­ci­ones, pá­j­aros mac­ho ge­né­ti­ca­men­te al­te­ra­dos cre­ados por el Ca­pi­to­lio co­mo ar­mas pa­ra es­pi­ar a los re­bel­des de los dis­t­ri­tos. Po­dí­an re­cor­dar y re­pe­tir lar­gos pa­sa­j­es de hab­la hu­ma­na, así que fu­eron en­vi­ados a áre­as re­bel­des pa­ra cap­tu­rar nu­es­t­ras pa­lab­ras y lle­var­las de vu­el­ta al Ca­pi­to­lio. Los re­bel­des lo des­cub­ri­eron y los vol­vi­eron con­t­ra el Ca­pi­to­lio a ba­se de en­vi­ar­los a ca­sa car­ga­dos de men­ti­ras. Cu­an­do es­to fue des­cu­bi­er­to, los char­la­j­os fu­eron aban­do­na­dos a la mu­er­te. En unos po­cos años, se ex­tin­gu­i­eron en la na­tu­ra­le­za, pe­ro no an­tes de que se hu­bi­eran apa­re­ado con ar­ren­da­j­os hem­b­ra, cre­an­do una es­pe­cie com­p­le­ta­men­te nu­eva.
    Pero los sin­sa­j­os nun­ca fu­eron un ar­ma. Di­jo Mad­ge. Só­lo son pá­j­aros can­to­res, ¿ver­dad?
    Sí, su­pon­go. Di­je. Pe­ro no es ci­er­to. Un sin­sa­jo só­lo es un pá­j­aro can­tor. Un sin­sa­jo es una cri­atu­ra que el Ca­pi­to­lio nun­ca pre­ten­dió que exis­ti­era. No ha­bí­an con­ta­do con que el al­ta­men­te con­t­ro­la­do char­la­jo fu­era lo bas­tan­te lis­to co­mo pa­ra adap­tar­se a la vi­da sal­va­je, pa­ra pa­sar su có­di­go ge­né­ti­co, pa­ra sob­re­vi­vir en una nu­eva for­ma. No ha­bí­an an­ti­ci­pa­do su de­seo de vi­vir.
    Ahora, mi­en­t­ras avan­zo con di­fi­cul­tad por la ni­eve, veo a los sin­sa­j­os sal­tan­do en las ra­mas mi­en­t­ras es­cuc­han las me­lo­dí­as de ot­ros pá­j­aros, las rep­li­can, y lu­ego las tran­s­for­man en al­go nu­evo. Co­mo si­em­p­re, me re­cu­er­dan a Rue. Pi­en­so en el su­eño que tu­ve la úl­ti­ma noc­he en el tren, don­de la se­guí en for­ma de sin­sa­jo. De­se­aría ha­ber po­di­do se­gu­ir dur­mi­en­do só­lo un po­co más y ave­ri­gu­ar a dón­de es­ta­ba in­ten­tan­do lle­var­me.
    Es una lar­ga ca­mi­na­ta has­ta el la­go, sin du­da. Si de­ci­de se­gu­ir­me en ab­so­lu­to, Ga­le se va a en­fa­dar por es­te uso ex­ce­si­vo de ener­gía que pod­ría gas­tar­se me­j­or en la ca­za. Es­tu­vo sos­pec­ho­sa­men­te ausen­te en la ce­na en la ca­sa del al­cal­de, aun­que el res­to de su fa­mi­lia vi­no.
    Hazelle di­jo que es­ta­ba en­fer­mo en ca­sa, lo que era una men­ti­ra ob­via. Tam­po­co pu­de en­con­t­rar­lo en el Fes­ti­val de la Co­sec­ha. Vick me di­jo que es­ta­ba fu­era ca­zan­do. Eso pro­bab­le­men­te era ci­er­to.
    Después de un par de ho­ras, lle­go a una ca­sa vi­e­ja cer­ca de la oril­la del la­go. Tal vez "ca­sa" sea de­ma­si­ado nom­b­re pa­ra el­la. Só­lo es una ha­bi­ta­ci­ón, de unos si­ete met­ros cu­ad­ra­dos. Mi pad­re pen­sa­ba que ha­ce muc­ho ti­em­po aquí ha­bía muc­hos edi­fi­ci­osa­ún pu­edes ver al­gu­nos de los ci­mi­en­tosy la gen­te ve­nía a el­los a jugar y pes­car en el la­go. Es­ta ca­sa du­ró más que las ot­ras por­que es­tá hec­ha de ce­men­to. Su­elo, tec­ho, te­j­ado. Só­lo per­ma­ne­ce una de las cu­at­ro ven­ta­nas de vid­rio, on­du­la­da y ama­ril­le­ada por el ti­em­po. No hay ca­ñe­rí­as ni elec­t­ri­ci­dad, pe­ro la chi­me­nea aún fun­ci­ona y hay una pi­la de ma­de­ra en la es­qu­ina que mi pad­re y yo re­co­gi­mos ha­ce años. En­ci­en­do un fu­ego pe­qu­eño, con­tan­do con la ni­eb­la pa­ra ocul­tar cu­al­qu­i­er hu­mo de­la­tor. Mi­en­t­ras pren­de la lla­ma, bar­ro ha­cia fu­era la ni­eve que se ha acu­mu­la­do ba­jo las ven­ta­nas va­cí­as, usan­do una es­co­ba de ra­mas que mi pad­re me hi­zo cu­an­do te­nía unos oc­ho años y juga­ba aquí a las ca­si­tas. Des­pu­és me si­en­to en el pe­qu­eño ho­gar de ce­men­to, des­con­ge­lán­do­me jun­to al fu­ego y es­pe­ran­do a Ga­le.
    Es un ti­em­po sor­p­ren­den­te­men­te cor­to has­ta que apa­re­ce. Un ar­co col­gan­do del hom­b­ro, un pa­vo sal­va­je mu­er­to que se de­be de ha­ber en­con­t­ra­do por el ca­mi­no col­gan­do del cin­tu­rón.
    Se qu­eda de pie en el um­b­ral co­mo si du­da­ra en­t­rar o no. Sos­ti­ene la bol­sa de co­mi­da sin ab­rir, el ter­mo, los gu­an­tes de Cin­na. Re­ga­los que no acep­ta­rá por su ira ha­cia mí. Sé exac­ta­men­te có­mo se si­en­te. ¿No le hi­ce yo lo mis­mo a mi mad­re?
    Lo mi­ro a los oj­os. Su tem­pe­ra­men­to no pu­ede ocul­tar com­p­le­ta­men­te el do­lor, el sen­ti­mi­en­to de tra­ici­ón que si­en­te por mi com­p­ro­mi­so con Pe­eta. Es­ta se­rá mi úl­ti­ma opor­tu­ni­dad, es­te en­cu­en­t­ro de hoy, de no per­der a Ga­le pa­ra si­em­p­re. Pod­ría lle­var­me ho­ras el in­ten­tar ex­p­li­car­me, e in­c­lu­so en­ton­ces ha­cer que me rec­ha­za­ra. En vez de el­lo voy di­rec­ta al co­ra­zón de mi de­fen­sa.
    El Pre­si­den­te Snow ame­na­zó per­so­nal­men­te con ha­cer que te ma­ta­ran. Di­go.
    Gale al­za le­ve­men­te las ce­j­as, pe­ro no hay mu­es­t­ra re­al de mi­edo ni asom­b­ro. ¿Algu­i­en más?
    Bueno, en re­ali­dad no me dio una co­pia de la lis­ta. Pe­ro no se­ría er­ró­neo su­po­ner que in­c­lu­ye a nu­es­t­ras dos fa­mi­li­as.
    Es bas­tan­te pa­ra tra­er­lo has­ta el fu­ego. Se agac­ha an­te el ho­gar pa­ra ca­len­tar­se. ¿A no ser qué?
    A no ser que na­da, aho­ra. Di­go. Ob­vi­amen­te es­to re­qu­i­ere más ex­p­li­ca­ci­ón, pe­ro no ten­go ni idea de por dón­de em­pe­zar, así que me li­mi­to a es­tar ahí sen­ta­da mi­ran­do el fu­ego con pe­si­mis­mo.
    Después de un mi­nu­to de es­to, Ga­le rom­pe el si­len­cio.
    Bueno, gra­ci­as por el avi­so.
    Me gi­ro ha­cia él, lis­ta pa­ra es­pe­tar­le al­go, pe­ro veo el bril­lo en su ojo. Me odio por son­re­ír.
    Este no es un mo­men­to di­ver­ti­do, pe­ro su­pon­go que es muc­ho pa­ra de­j­ar­le ca­er de pron­to.
    Todos va­mos a ser des­t­ru­idos sin re­me­dio.
    Tengo un plan, sa­bes.
    Sí, me apu­es­to a que es una ma­ra­vil­la. Di­ce. Me lan­za los gu­an­tes sob­re el re­ga­zo.
    Aquí. No qu­i­ero los gu­an­tes vi­e­j­os de tu pro­me­ti­do.
    No es mi pro­me­ti­do. Eso só­lo es par­te de la ac­tu­aci­ón. Y es­tos no son sus gu­an­tes. Eran de Cin­na.
    Devuélvemelos en­ton­ces. Di­ce. Se po­ne los gu­an­tes, fle­xi­ona los de­dos, y asi­en­te con ap­ro­ba­ci­ón. Por lo me­nos mo­ri­ré có­mo­do.
    Eso es op­ti­mis­ta. Por su­pu­es­to, no sa­bes lo que ha pa­sa­do.
    Veámoslo.
    Decido em­pe­zar con la noc­he en que Pe­eta y yo fu­imos co­ro­na­dos ven­ce­do­res de los Ju­egos del Ham­b­re, y Hay­mitch me avi­só de la fu­ria del Ca­pi­to­lio. Le cu­en­to la in­qu­i­etud que me ha em­bar­ga­do des­de que vol­ví a ca­sa, la vi­si­ta a ca­sa del Pre­si­den­te Snow, los ase­si­na­tos en el Dis­t­ri­to 11, la ten­si­ón en las muc­he­dum­b­res, el úl­ti­mo in­ten­to del com­p­ro­mi­so, la in­di­ca­ci­ón del pre­si­den­te de que no ha­bía si­do su­fi­ci­en­te, mi cer­te­za de que de­be­ré pa­gar.
    Gale nun­ca in­ter­rum­pe. Mi­en­t­ras hab­lo, se me­te los gu­an­tes en el bol­sil­lo y se ocu­pa con­vir­ti­en­do los ali­men­tos de la bol­sa de cu­ero en una co­mi­da pa­ra no­sot­ros. Tos­tan­do pan y qu­eso, qu­itán­do­le el co­ra­zón a man­za­nas, co­lo­can­do cas­ta­ñas en el fu­ego pa­ra asar. Mi­ro sus ma­nos, sus de­dos her­mo­sos y ca­pa­ces. Con ci­cat­ri­ces, igu­al que las mí­as an­tes de que el Ca­pi­to­lio bor­ra­ra to­das las mar­cas de mi pi­el, pe­ro fu­er­tes y há­bi­les. Ma­nos que ti­enen el po­der de sa­car car­bón de las mi­nas pe­ro la pre­ci­si­ón pa­ra co­lo­car una de­li­ca­da tram­pa. Ma­nos en que con­fío.
    Me de­ten­go a be­ber un sor­bo del ter­mo an­tes de hab­lar­le de mi vu­el­ta a ca­sa.
    Bueno, pu­es sí que has li­ado las co­sas. Di­ce.
    Ni si­qu­i­era he ter­mi­na­do. Le di­go.
    He oído su­fi­ci­en­te por el mo­men­to. Pa­se­mos di­rec­ta­men­te a es­te plan tu­yo.
    Tomo aire pro­fun­da­men­te.
    Huimos. ¿Qué? Pre­gun­ta. Es­to lo ha pil­la­do des­p­re­ve­ni­do.
    Nos va­mos al bos­que y cor­re­mos tan­to co­mo po­da­mos. Di­go. Su ex­p­re­si­ón es im­po­sib­le de des­cif­rar. ¿Se re­irá de mí, de­sec­ha­rá la idea co­mo una lo­cu­ra? Me pon­go en pie de agi­ta­ci­ón, pre­pa­ra­da pa­ra una dis­cu­si­ón. ¡Tú mis­mo di­j­is­te que pen­sa­bas que pod­rí­amos ha­cer­lo! La ma­ña­na de la co­sec­ha. Di­j­is­te…
    Se acer­ca y me si­en­to le­van­ta­da del su­elo. La ha­bi­ta­ci­ón gi­ra, y ten­go que cer­rar los bra­zos en tor­no al cu­el­lo de Ga­le pa­ra su­j­etar­me. Se es­tá ri­en­do, fe­liz. ¡Eh! Pro­tes­to, pe­ro tam­bi­én me es­toy ri­en­do.
    Gale me de­ja en el su­elo pe­ro no me su­el­ta.
    Vale, hu­ya­mos. Di­ce. ¿De ver­dad? ¿No cre­es que es­té lo­ca? ¿Irás con­mi­go? Al­go del pe­so ab­ru­ma­dor em­pi­eza a li­be­rar­se al ser tran­s­fe­ri­do a los hom­b­ros de Ga­le.
    Sí que creo que es­tés lo­ca, y aún así iré con­ti­go. Di­ce. Lo di­ce de ver­dad. No só­lo lo di­ce de ver­dad si­no que le da la bi­en­ve­ni­da. Po­de­mos ha­cer­lo. Sé que po­de­mos. ¡Sal­ga­mos de aquí pa­ra no vol­ver nun­ca! ¿Estás se­gu­ro? Di­go. Por­que va a ser du­ro, con los ni­ños y to­do. No qu­i­ero que en­t­re­mos cin­co ki­ló­met­ros en el bos­que y que lu­ego tú…
    Estoy se­gu­ro. Com­p­le­ta, en­te­ra­men­te, ci­en por ci­en se­gu­ro. In­c­li­na la fren­te ha­cia aba­jo pa­ra apo­yar­la con­t­ra la mía y me acer­ca más. Su pi­el, to­do su ser, des­p­ren­de ca­lor por es­tar tan cer­ca del fu­ego, y ci­er­ro los oj­os, em­pa­pán­do­me en su ca­li­dez. As­pi­ro el olor a cu­ero hú­me­do de ni­eve y hu­mo y man­za­nas, el olor de to­dos esos dí­as de in­vi­er­no que com­par­tí­amos an­tes de los Ju­egos. No in­ten­to apar­tar­me. ¿Por qué de­be­ría, ade­más? Su voz es ape­nas un su­sur­ro. Te qu­i­ero.
    Ese es el por qué.
    Nunca veo ve­nir es­tas co­sas. Pa­san de­ma­si­ado rá­pi­do. Un se­gun­do es­tás pro­po­ni­en­do un plan de hu­ida y el si­gu­i­en­te… se su­po­ne que de­bes li­di­ar con al­go co­mo es­to. Sal­go con la que de­be de ser la pe­or res­pu­es­ta po­sib­le.
    Lo sé.
    Suena ter­rib­le. Co­mo si asu­mi­era que él no pu­ede evi­tar qu­erer­me pe­ro que yo no si­en­to na­da por él. Ga­le em­pi­eza a apar­tar­se, pe­ro lo su­j­eto con fu­er­za. ¡Lo sé! Y tú… tú sa­bes lo que eres pa­ra mí. No es su­fi­ci­en­te. Rom­pe mi agar­re.
    Gale, jus­to aho­ra no pu­edo pen­sar de esa for­ma sob­re na­die. To­do lo que pu­edo pen­sar, ca­da día, ca­da mi­nu­to que es­toy des­pi­er­ta des­de que sa­ca­ron el nom­b­re de Prim en la co­sec­ha, es qué asus­ta­da es­toy. Y no pa­re­ce ha­ber si­tio pa­ra na­da más. Si pu­di­éra­mos ir a al­gún lu­gar se­gu­ro, tal vez pod­ría ser di­fe­ren­te. No lo sé.
    Puedo ver­lo tra­gán­do­se la de­cep­ci­ón.
    Así que ire­mos. Ave­ri­gu­are­mos có­mo. Se vu­el­ve ot­ra vez ha­cia el fu­ego, don­de las cas­ta­ñas se es­tán em­pe­zan­do a qu­emar. Las sa­ca ha­cia la pi­ed­ra del ho­gar. Mi mad­re se­rá al­go di­fí­cil de con­ven­cer.
    Supongo que a pe­sar de to­do aún irá. Pe­ro la fe­li­ci­dad se ha es­fu­ma­do, de­j­an­do una ten­si­ón de­ma­si­ado fa­mi­li­ar en su lu­gar.
    La mía tam­bi­én. Só­lo ten­d­ré que ha­cer­le ver la ra­zón. Lle­var­la a dar un lar­go pa­seo.
    Asegurarme de que en­ti­en­de que no sob­re­vi­vi­re­mos a la al­ter­na­ti­va.
    Lo en­ten­de­rá. Vi muc­hos de los Ju­egos con el­la y Prim. No te di­rá que no. Di­ce Ga­le.
    Espero que no. La tem­pe­ra­tu­ra en la ca­sa pa­re­ce ha­ber ca­ído di­ez gra­dos en cu­es­ti­ón de se­gun­dos. Hay­mitch se­rá el autén­ti­co re­to. ¿Hay­mitch? Ga­le de­ja las cas­ta­ñas. ¿No le irás a pe­dir que ven­ga con no­sot­ros?
    Tengo que ha­cer­lo, Ga­le. No pu­edo de­j­ar­los a él y a Pe­eta por­que… Su mi­ra­da ce­ñu­da me in­ter­rum­pe. ¿Qué?
    Lo si­en­to. No me ha­bía da­do cu­en­ta de lo gran­de que era nu­es­t­ro gru­po. Me es­pe­ta.
    Los tor­tu­ra­rí­an a mu­er­te, in­ten­tan­do ave­ri­gu­ar dón­de es­ta­ba yo. Di­go. ¿Y qué pa­sa con la fa­mi­lia de Pe­eta? Nun­ca ven­d­rán. De hec­ho, pro­bab­le­men­te no pod­rí­an es­pe­rar pa­ra de­la­tar­nos. Al­go de lo que es­toy se­gu­ro que él es lo bas­tan­te lis­to co­mo pa­ra dar­se cu­en­ta. ¿Qué pa­sa si de­ci­de qu­edar­se?
    Intento so­nar in­di­fe­ren­te, pe­ro mi voz se qu­i­eb­ra.
    Entonces se qu­eda. ¿Lo de­j­arí­as at­rás? Pre­gun­ta Ga­le.
    Para sal­var a Prim y a mi mad­re, sí. Res­pon­do. Qu­i­ero de­cir, ¡no! Con­se­gu­iré que ven­ga.
    Y a mí, ¿me de­j­arí­as a mí? La ex­p­re­si­ón de Ga­le aho­ra es du­ra co­mo una ro­ca. Só­lo si, por ej­em­p­lo, no pu­di­era con­ven­cer a mi mad­re pa­ra ar­ras­t­rar a tres ni­ños pe­qu­eños al bos­que sal­va­je en in­vi­er­no.
    Hazelle no se ne­ga­rá. Ve­rá la ra­zón.
    Supón que no lo ha­ce, Kat­niss. ¿Enton­ces qué? Exi­ge.
    Entonces ti­enes que ob­li­gar­la, Ga­le. ¿Cre­es que me es­toy in­ven­tan­do es­to? Mi voz tam­bi­én se es­tá ele­van­do por la fu­ria.
    No. No lo sé. Tal vez el Pre­si­den­te só­lo te es­té ma­ni­pu­lan­do. Qu­i­ero de­cir, es­tá or­ga­ni­zan­do tu bo­da. Vis­te có­mo re­ac­ci­onó la gen­te del Ca­pi­to­lio. No creo que pu­eda per­mi­tir­se ma­tar­te. O a Pe­eta. ¿Có­mo va a sa­lir de esa? Di­ce Ga­le. ¡Bu­eno, con un le­van­ta­mi­en­to en el Dis­t­ri­to Oc­ho, du­do que se es­té pa­san­do muc­ho ti­em­po eli­gi­en­do mi tar­ta de bo­das! Gri­to.
    En el in­s­tan­te en que mis pa­lab­ras sa­len de mi bo­ca qu­i­ero re­cu­pe­rar­las. Su efec­to sob­re Ga­le es in­me­di­ato­el ru­bor en sus me­j­il­las, el bril­lo en sus oj­os gri­ses. ¿Hay un le­van­ta­mi­en­to en el Oc­ho? Di­ce con voz ron­ca.
    Intento ec­har­me at­rás. Cal­mar­lo, tal y co­mo in­ten­té cal­mar a los dis­t­ri­tos.
    No sé si es de ver­dad un le­van­ta­mi­en­to. Hay in­t­ran­qu­ili­dad. La gen­te en los dis­t­ri­tos…
    Digo.
    Gale me co­ge por los hom­b­ros. ¿Qué vis­te? ¡Na­da! En per­so­na. Só­lo oí al­go. Co­mo si­em­p­re, es de­ma­si­ado po­co, de­ma­si­ado tar­de.
    Desisto y se lo cu­en­to. Vi al­go en la te­le­vi­si­ón del al­cal­de. No de­bía ver­lo. Ha­bía una muc­he­dum­b­re, e in­cen­di­os, y los agen­tes de la paz es­ta­ban dis­pa­ran­do a la gen­te pe­ro el­los les de­vol­ví­an los gol­pes… Me mu­er­do el la­bio y luc­ho por se­gu­ir des­c­ri­bi­en­do la es­ce­na. En vez de eso di­go en al­to las pa­lab­ras que me han es­ta­do re­con­co­mi­en­do. Y es cul­pa mía, Ga­le. Por lo que hi­ce en la are­na. Si sim­p­le­men­te me hu­bi­era su­ici­da­do con esas ba­yas, na­da de es­to hab­ría pa­sa­do. Pe­eta pod­ría ha­ber vu­el­to a ca­sa y vi­vir, y to­dos los de­más tam­bi­én hab­rí­an es­ta­do a sal­vo. ¿A sal­vo pa­ra ha­cer qué? Di­ce con un to­no más dul­ce. ¿Mo­rir­se de ham­b­re? ¿Tra­ba­j­ar co­mo es­c­la­vos? ¿Envi­ar a sus hi­j­os a la co­sec­ha? No has hec­ho da­ño a na­die: les has da­do una opor­tu­ni­dad. Só­lo ti­enen que ser lo bas­tan­te va­li­en­tes co­mo pa­ra co­ger­la. La gen­te ya hab­la en las mi­nas. Gen­te que qu­i­ere luc­har. ¿No lo ves? ¡Está pa­san­do! ¡Por fin es­tá pa­san­do! Si hay un le­van­ta­mi­en­to en el Dis­t­ri­to Oc­ho, ¿por qué no aquí? ¿Por qué no en to­das par­tes? Es­to pod­ría ser­lo, eso que he­mos es­ta­do… ¡De­ten­te! No sa­bes lo que es­tás di­ci­en­do. ¡Los agen­tes de la paz fu­era del Do­ce no son co­mo Da­ri­us, ni si­qu­i­era co­mo Cray! Las vi­das de la gen­te del dis­t­ri­to… ¡sig­ni­fi­can me­nos que na­da pa­ra el­los! ¡Por eso te­ne­mos que unir­nos a la luc­ha! Res­pon­de con brus­qu­edad. ¡No! ¡Te­ne­mos que mar­c­har­nos de aquí an­tes de que nos ma­ten a no­sot­ros y tam­bi­én a muc­has per­so­nas más! Es­toy gri­tan­do de nu­evo, pe­ro no pu­edo en­ten­der por qué es­tá ha­ci­en­do es­to. ¿Por qué no ve lo que es tan ir­re­fu­tab­le?
    Gale me em­pu­ja con as­pe­re­za le­j­os de sí.
    Márchate tú, en­ton­ces. Yo no me iría ni en un mil­lón de años.
    Antes es­ta­bas bi­en con­ten­to de ir­te. No veo qué es lo que ti­ene un le­van­ta­mi­en­to en el Dis­t­ri­to Oc­ho sal­vo ha­cer que sea más im­por­tan­te que nos va­ya­mos. Só­lo es­tás en­fa­da­do por…
    No, no pu­edo lan­zar­le a Pe­eta a la ca­ra. ¿Qué pa­sa con tu fa­mi­lia? ¿Qué pa­sa con las ot­ras fa­mi­li­as, Kat­niss? ¿Las que no pu­eden hu­ir? ¿No lo ves? Ya no pu­ede ser sob­re sal­var­nos a no­sot­ros. ¡No si la re­be­li­ón ha em­pe­za­do! Ga­le sa­cu­de la ca­be­za, no es­con­di­en­do su des­con­ten­to ha­cia mí. Pod­rí­as ha­cer tan­to. Lan­za los gu­an­tes de Cin­na a mis pi­es. He cam­bi­ado de idea. No qu­i­ero na­da que hi­ci­eran en el Ca­pi­to­lio. Y se va.
    Bajo la vis­ta a los gu­an­tes. ¿Na­da que hi­ci­eran en el Ca­pi­to­lio? ¿Iba eso di­ri­gi­do a mí? ¿Pi­en­sa él aho­ra que no soy más que ot­ro pro­duc­to del Ca­pi­to­lio y por lo tan­to al­go in­to­cab­le?
    La inj­us­ti­cia de to­do eso me lle­na de fu­ria. Pe­ro es­tá mez­c­la­da con el mi­edo a qué cla­se de lo­cu­ra ha­rá aho­ra.
    Me hun­do jun­to al fu­ego, de­ses­pe­ra­da por co­mo­di­dad, pa­ra tra­ba­j­ar en mi si­gu­i­en­te mo­vi­mi­en­to. Me tran­qu­ili­zo pen­san­do que las re­be­li­ones no su­ce­den en un día. Ga­le no pu­ede hab­lar­les a los mi­ne­ros has­ta ma­ña­na. Si pu­edo lle­gar has­ta Ha­zel­le an­tes de eso, tal vez lo en­de­re­ce. Pe­ro no pu­edo ir al­lí aho­ra. Si él es­tá al­lí, no me de­j­ará en­t­rar. Tal vez es­ta noc­he, cu­an­do to­do el mun­do es­té dur­mi­en­do… Ha­zel­le su­ele tra­ba­j­ar has­ta tar­de por las noc­hes ter­mi­nan­do la co­la­da. Pod­ría ir en­ton­ces, dar unos gol­pe­ci­tos en la ven­ta­na, ex­p­li­car­le la si­tu­aci­ón pa­ra que im­pi­da a Ga­le ha­cer nin­gu­na lo­cu­ra.
    Me vi­ene a la me­mo­ria mi con­ver­sa­ci­ón con el Pre­si­den­te Snow en el es­tu­dio.
    Mis ase­so­res es­ta­ban pre­ocu­pa­dos de que fu­eras di­fí­cil, pe­ro no es­tás pla­ne­an­do ser di­fí­cil en ab­so­lu­to, ¿ver­dad?
    No.
    Eso es lo que yo les di­je. Di­je que una chi­ca que lle­ga a ta­les ex­t­re­mos pa­ra pre­ser­var su vi­da no va a es­tar in­te­re­sa­da en ec­har­la por la bor­da.
    Pienso en lo du­ro que ha tra­ba­j­ado Ha­zel­le pa­ra man­te­ner a esa fa­mi­lia con vi­da. Se­gu­ro que es­ta­rá de mi par­te en es­ta ma­te­ria. ¿O no?
    Debe de ser al­re­de­dor de me­di­odía y los dí­as son tan cor­tos. No ti­ene sen­ti­do es­tar en el bos­que des­pu­és de me­di­anoc­he si no ti­enes que ha­cer­lo. So­fo­co los res­tos de mi pe­qu­eño fu­ego, lim­pio los res­tos de co­mi­da, y en­gan­c­ho los gu­an­tes de Cin­na en mi cin­tu­rón. Su­pon­go que me los qu­eda­ré du­ran­te una tem­po­ra­da. Por si aca­so Ga­le cam­bia de idea. Pi­en­so en la ex­p­re­si­ón de su ros­t­ro cu­an­do los ar­ro­jó al su­elo. Qué re­pe­li­do es­ta­ba por el­los, por mí…
    Camino con di­fi­cul­tad por el bos­que y lle­go a mi an­ti­gua ca­sa cu­an­do aún hay luz. Mi con­ver­sa­ci­ón con Ga­le fue un cla­ro con­t­ra­ti­em­po, pe­ro aún es­toy de­ter­mi­na­da a se­gu­ir ade­lan­te con mi plan de es­ca­par­me del Dis­t­ri­to 12. De­ci­do bus­car a Pe­eta el si­gu­i­en­te. De una for­ma ex­t­ra­ña, ya que ha vis­to al­go de lo que yo he vis­to en el to­ur, tal vez sea más fá­cil de con­ven­cer que Ga­le. Me en­cu­en­t­ro con él cu­an­do es­tá sa­li­en­do de la Al­dea de los Ven­ce­do­res. ¿Has es­ta­do de ca­za? Pre­gun­ta. Pu­edes ver que no cree que sea una bu­ena idea.
    En re­ali­dad no. ¿Vas a la ci­udad? Pre­gun­to.
    Sí. Se su­po­ne que ten­go que ce­nar con mi fa­mi­lia.
    Bueno, por lo me­nos pu­edo acom­pa­ñar­te. La car­re­te­ra des­de la pe­qu­eña al­dea has­ta la pla­za ti­ene po­co uso. Es un lu­gar lo bas­tan­te se­gu­ro pa­ra hab­lar. Pe­ro no pa­rez­co ca­paz de pro­nun­ci­ar las pa­lab­ras. Pro­po­nér­se­lo a Ga­le fue tan de­sas­t­ro­so. Me mu­er­do mis la­bi­os ag­ri­eta­dos. La pla­za se acer­ca más a ca­da pa­so. Tal vez no vu­el­va a te­ner ot­ra opor­tu­ni­dad pron­to. To­mo aire pro­fun­da­men­te y de­jo que las pa­lab­ras sal­gan cor­ri­en­do.
    Peeta, si te pi­di­era que te es­ca­pa­ras del dis­t­ri­to con­mi­go, ¿lo ha­rí­as?
    Peeta me co­ge el bra­zo, ob­li­gán­do­me a de­te­ner­me. No ne­ce­si­ta com­p­ro­bar mi ca­ra pa­ra ver si voy en se­rio.
    Dependería de por qué lo pi­di­eras.
    No con­ven­cí al Pre­si­den­te Snow. Hay un le­van­ta­mi­en­to en el Dis­t­ri­to Oc­ho. Te­ne­mos que sa­lir. ¿Por ese "te­ne­mos" te re­fi­eres a ti y a mí? No. ¿Qu­i­én más ven­d­ría? Pre­gun­ta.
    Mi fa­mi­lia. La tu­ya, si qu­i­eren ve­nir. Hay­mitch, qu­izás. ¿Qué pa­sa con Ga­le?
    No lo sé. Qu­izás ten­ga ot­ros pla­nes.
    Peeta sa­cu­de la ca­be­za y son­ríe con re­ti­cen­cia.
    Me apu­es­to a que los ti­ene. Cla­ro que sí, Kat­niss, iré.
    Siento una le­ve pun­za­da de es­pe­ran­za. ¿Irás?
    Sí. Pe­ro no creo ni por un mi­nu­to que tú va­yas.
    Aparto mi bra­zo.
    Entonces es que no me co­no­ces. Es­ta­te pre­pa­ra­do. Pod­ría ser en cu­al­qu­i­er mo­men­to.
    Empiezo a an­dar y él me si­gue un pa­so o dos por det­rás.
    Katniss. Di­ce Pe­eta. No ami­no­ro el pa­so. Si pi­en­sa que es una ma­la idea, no lo qu­i­ero sa­ber, por­que es la úni­ca que ten­go. Kat­niss, es­pe­ra. Le doy una pa­ta­da a un mon­ton­ci­to he­la­do de ni­eve su­cia pa­ra sa­car­lo del ca­mi­no y de­jo que Pe­eta me al­can­ce. El pol­vo de car­bón ha­ce que to­do pa­rez­ca es­pe­ci­al­men­te feo. De ver­dad que iré, si tú qu­i­eres. Só­lo que creo que se­ría me­j­or que lo hab­lá­ra­mos con Hay­mitch. Ase­gu­rar­nos de que no pon­d­re­mos las co­sas pe­or pa­ra to­do el mun­do. Le­van­ta la ca­be­za. ¿Qué es eso?
    Alzo la bar­bil­la. Es­ta­ba tan con­su­mi­da con mis pro­pi­as pre­ocu­pa­ci­ones, que no me ha­bía da­do cu­en­ta del ex­t­ra­ño so­ni­do que ve­nía de la pla­za. Un sil­bi­do, el so­ni­do de un im­pac­to, una muc­he­dum­b­re to­man­do aire a la vez.
    Vamos. Di­ce Pe­eta, su ros­t­ro re­pen­ti­na­men­te du­ro. No sé por qué. No soy ca­paz de si­tu­ar el so­ni­do, ni si­qu­i­era adi­vi­nar la si­tu­aci­ón. Pe­ro pa­ra él sig­ni­fi­ca al­go ma­lo.
    Cuando lle­ga­mos a la pla­za, es­tá cla­ro que pa­sa al­go, pe­ro la muc­he­dum­b­re es de­ma­si­ado es­pe­sa co­mo pa­ra ver. Pe­eta se su­be a un ca­j­ón con­t­ra la pa­red de la ti­en­da de dul­ces y me of­re­ce una ma­no mi­en­t­ras es­ca­nea la pla­za. Es­toy a me­di­as su­bi­da cu­an­do de re­pen­te blo­qu­ea mi ca­mi­no.
    Baja. ¡Sal de aquí! Es­tá su­sur­ran­do, pe­ro su voz es ás­pe­ra por la in­sis­ten­cia. ¿Qué? Di­go, in­ten­tan­do vol­ver a for­zar mi as­cen­so. ¡Ve­te a ca­sa, Kat­niss! ¡Esta­ré al­lí en un mi­nu­to, lo juro! Di­ce.
    Lo que qu­i­era que sea, es ter­rib­le. Me su­el­to de su ma­no y em­pi­ezo a ab­rir­me ca­mi­no a em­pu­j­ones en­t­re la muc­he­dum­b­re. La gen­te me ve, me re­co­no­cen, y des­pu­és pa­re­cen ater­ro­ri­za­dos. Ma­nos me em­pu­j­an ha­cia at­rás. Vo­ces si­se­an.
    Vete de aquí, ni­ña.
    Sólo lo pon­d­rás pe­or. ¿Qué qu­i­eres ha­cer? ¿Con­se­gu­ir que lo ma­ten?
    Pero a es­tas al­tu­ras, mi co­ra­zón es­tá la­ti­en­do tan rá­pi­do y con tan­ta fu­er­za que ape­nas si los oigo. Só­lo sé que lo que sea que es­pe­ra en el me­dio de la pla­za es ex­p­re­sa­men­te pa­ra mí.
    Cuando por fin lle­go al es­pa­cio sin gen­te, veo que ten­go ra­zón. Y Pe­eta te­nía ra­zón. Y esas vo­ces tam­bi­én te­ní­an ra­zón.
    Las mu­ñe­cas de Ga­le es­tán ata­das a un pos­te de ma­de­ra. El pa­vo sal­va­je al que le dis­pa­ró an­tes cu­el­ga sob­re él, el gan­c­ho cla­va­do a tra­vés de su cu­el­lo. Su cha­qu­eta es­tá ti­ra­da a un la­do en el su­elo, su ca­mi­sa ar­ran­ca­da. Es­tá der­rum­ba­do in­con­s­ci­en­te de ro­dil­las, su­j­eto tan só­lo por las cu­er­das en sus mu­ñe­cas. Lo que an­tes era su es­pal­da aho­ra es un pe­da­zo de car­ne en­san­g­ren­ta­da.
    De pie tras él es­tá un hom­b­re al que nun­ca he vis­to, pe­ro re­co­noz­co su uni­for­me. Es el de­sig­na­do pa­ra nu­es­t­ro agen­te de la paz en jefe. Aun­que es­te no es el vi­e­jo Cray. Es­te es un hom­b­re al­to y mus­cu­lo­so con pli­egu­es afi­la­dos en los pan­ta­lo­nes.
    Las pi­ezas de la ima­gen no aca­ban de en­ca­j­ar del to­do has­ta que veo a es­te hom­b­re le­van­tar el lá­ti­go.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanta cuando el capitulo va a terminar ... Siento tanta adrenalina xD